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. | Foto: Foto: Archivo Semana.

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El niño de cristal: memorias de la masacre de El Salado

En este país la guerra no solo deja penosas lecciones de geografía, sino que nos recuerda, en la anatomía de otros, lo poco que sabemos del dolor. Crónica de un camino de vidrio molido.

Jorge Enrique Rojas para El País
18 de octubre de 2013

El niño de cristal mira con ojos vidriosos. Está sentado sobre una cobija de lana tendida en el piso de tierra y todo parece doler. Bajo él, sobre él, adentro de él. Su papá, Éver Torres Álvis, cuenta que sí, que habla, aunque no sea mucho para los 5 años que ya casi cumple. El papá se encoge de hombros: “Pues no es que converse; él avisa cuando algo le duele. Por ejemplo dice papi, me rasca; papi, me arde; papi, una ampolla; papi, se me pegó la ropa”.

Los ojos del hombre ahora miran también vidriosos. Bajo él, sobre él, adentro suyo, la vida está hecha de vidrios rotos.

Allá, lejos, podría quedar el fin del mundo. O al menos eso parece: no hay energía eléctrica. Ni teléfonos. Ni hospitales. Tampoco carros o vías o médicos o vecinos. No hay casas, no hay mercados, no hay ríos. Ni siquiera alcaldes ni gobernadores ni presidentes. El Espiritano, la vereda del corregimiento de El Salado donde ocurre todo aquello, donde no ocurre nada, queda tan lejos del resto como para que ni los políticos lleguen. Tampoco el agua.

El sol, tal vez por eso, parece tan duro, tan cerca, tan amarillo. Tan abajo como para casi poder ver cómo se derrite en goterones que caen sobre las plantaciones de tabaco y las matas de ñame, que es lo único con vida que hay afuera del rancho. Tan gordo como para recostar su barriga contra Capitán, un perro con la biología en contra que a la una de la tarde, tendido en el barro con sus costillas asomadas, parece más un tapete molido por el calor que el guardián de esos cultivos.

Tan insoportable como para hacer rebuznar a Farid Ortiz, burro bautizado en honor al cantante vallenato, de tanta bulla que hace el pobre con el sol encima. El cuento del bautizo del animal será el único recuerdo que ese día haga reír a Éver Torres Álvis, de apenas 29 años: en ese otro mundo, a solo seis horas de Cartagena, la ciudad más turística de Colombia, todavía no ha sido inventada la felicidad.

La piel de cristal es un trastorno genético que hace reventar úlceras, ampollas y llagas sobre todo el cuerpo. También puede producir heridas internas que cierran el esófago. La enfermedad es llamada así, pues, en alegoría a la fragilidad evidente de quienes la padecen, generalmente niños recién nacidos o bebés de pocos meses. Sus pieles, al menor roce o golpe, se astillan, se quiebran, se hacen pedazos. Uno entre cada cien mil niños nace con el mal.

Cuando el niño de cristal de El Espiritano nació, con las manos y pies en carne viva, pasó cuatro meses en el Hospital de Cartagena. El papá habla con la exactitud que las afugias marcan en el calendario de la memoria: cuatro meses, porque eso fue lo que duró la plata de los dos novillos que tuvo que vender para atender al pelao. Cuatro, dice mirando al pequeñito que lleva su mismo nombre. Cuatro, repite Érika Rivera Salazar, la mamá, que a los 20 años es otra niñita de ojos vidriosos.

Cuatro meses. Porque después de eso, allá lejos, en algún sitio de los Montes de María que no aparece en los mapas, esos dos se las han tenido que arreglar para no dejarse morir ni dejar morir a su hijo. Hasta hace poco lo hacían casi por instinto: si al niño le salía una ampolla, Éver se la reventaba con una puya de limón; si al niño se le pegaba la ropa a las llagas, lo metían a una paila con agua-lluvia hasta que la tela se desprendiera. Si el niño lloraba en las noches, ellos lloraban también, hasta que todos, ya cansados, se quedaban al fin dormidos.

Pero sucede que los asesinos, como dijo con tanta puntería el periodista Alberto Salcedo en la inolvidable crónica sobre la masacre de El Salado, nos enseñan a punta de plomo el país que no conocemos. “Los habitantes de estos sitios pobres y apartados solo son visibles cuando padecen una tragedia. Mueren, luego existen”, escribió en el 2009, para la revista Soho. Y es así: solo mucho después de que se supiera todo lo que había pasado tras los 66 asesinatos cometidos entre el 16 y el 19 de febrero del 2000 por el Bloque Norte de las Autodefensas, fue que el niño de cristal empezó a existir.

Casi 13 años después de perpetrada la que quizás fuera la matanza más atroz en la reciente historia de Colombia, en el proceso de reconstrucción del tejido social de aquel pueblo arrasado, alguien más supo que ese chico se llama Éver Andrés Torres Rivera, que nació el 10 de noviembre del 2009 y que su vida está hecha de vidrio molido.

Ahora, al verlo ahí, caigo en cuenta, tan lejos de todo, de espaldas a todo, olvidado por todos, su cuerpo no es solo el de un muchacho enfermo sino la metáfora viva del país campesino: mapa lleno de lamentos, heridas y sangre de los que nadie sabe nada; úlceras incurables que no importan; estómagos cerrados que no preocupan; cicatrices cubriendo más cicatrices. Aquí, en Colombia, la guerra no solo deja penosas lecciones de geografía, sino que nos recuerda, en la anatomía de otros, ancianos abandonados, hombres mutilados, familias desplazadas en los semáforos, campesinos miserables, niños de cristal, lo poco que sabemos del dolor.

***
Lo más cercano al fin del mundo, a una hora de trocha cuando no ha llovido, es El Salado. Tanto tiempo después de todo lo que pasó, la vida parece haber empezado su camino de regreso. Ahora allí hay tres billares donde los domingos suenan vallenatos clásicos y otros entonados por voces destempladas, que recuerdan los roznidos de algún burro asoleado.

Luz Marina, El Negro, Roberto, Lucía, Ledys, Teresa, Emiliana, El Cachaco y Robinson, tienen tiendas y graneros. La enfermera Delcy Méndez Ricardo montó el restaurante y hospedaje La Trampa. Entre El Bajo, Centro, Arriba y La Loma, los cuatro barrios que existen, hay dos cultos cristianos, una cancha de fútbol sin pasto y 215 casas donde viven 900 personas. Algunas de ellas, más de la mitad, sobrevivientes de la masacre.

De la cancha de microfútbol donde los paramilitares cortaron orejas, acribillaron mujeres, patearon las cabezas mochadas de los hombres que condenaron por ser supuestos auxiliadores de la guerrilla, solo queda un rectángulo de cemento.

Está a la entrada de El Salado pero de entrada no se ve. Y no se ve porque lo primero que uno encuentra cuando llega es una biblioteca magnífica, con estantes altos como árboles de donde brotan libros y documentales que los niños leen y miran en las tardes, después de salir del colegio. Allí, también, hay un salón con computadores y ventiladores y páneles de energía solar que mantienen todo funcionando aunque la electricidad vaya y venga como capricho adolescente.

A veces, en las noches más claras, contra una de las paredes de la biblioteca rozada por las ramas de un árbol de Cocuelo sobre el que hace cinco meses cayó un rayo, pasan películas por un proyector donado por Cine Colombia. Y al lado dos kioskos, amplios y luminosos: pisos y bancas en concreto pulido, techos de paja, mecedoras, ninguna puerta, solo ventanas.

A todo eso lo llaman la Casa del Pueblo, un diseño donado por el premio nacional de arquitectura Simón Hosie, llevado hasta allá por la Fundación Semana, que ha liderado la reconstrucción de El Salado. De ese modo entonces, justo allí, donde hace trece años los paracos celebraron la muerte soplando gaitas y aporreando tambores, ahora la gente, los niños, las señoras, los viejos, los muchachos, las mamás, los músicos que también volvieron toman el fresco, hablan de la cosecha, tocan gaitas y tambores que ya no suenan a miedo. Celebran la vida.

Es la vida que está de regreso. Leiner Ramos, un muchacho de 28 años que en el 2000 salió corriendo al monte con un sobrino de 5 años colgando de su espalda, hoy ya no es solo otro sobreviviente. Leiner, dueño de unos dientes blanquísimos que se le asoman cada tanto, encargado ahora de la gestión cultural y deportiva en el pueblo, cuenta que en El Salado también tienen un equipo infantil de fútbol, un puesto de salud, un odontólogo, un médico y una ambulancia. Leiner, mientras narra partidos épicos jugados contra el equipo de Carmen de Bolívar, quizás el único rival que hoy tienen los saladeños, habla de niños felices, de dolores conjurados, de vacunas para enfermedades que se incuban en el resentimiento heredado, en los malos recuerdos. Leiner, aliviado del peso en la espalda, sonríe a un costado de la cancha.

Delcy Méndez, la enfermera, cree lo mismo que el muchacho. O algo parecido. “Mira, aquí los niños se siguen enfermando de la misma vaina: gripa y diarrea, que ya es cosa conocida. Los viejos, más bien son los achacosos. Ahora hay mucha consulta por hipertensión. ¡Ajá, será de comé tanto frito!”, dice ella con ese típico acento caribe atropellado por el humor y las erres mordidas.

Lejos de chanzas y bromas, en todo caso, Delcy cuenta de otras consultas. De vez en cuando, la señora Juana y la seño María, Sery Romero y Diana Redondo, se aparecen por ahí, buscando sosiego para los problemas emocionales que les dejó la masacre: síntomas de esquizofrenia, estrés postraumático, falta de sueño. Hay noches, dicen, que a Diana Redondo se le ve por ahí, sonámbula, dando pasitos temerosos por fuera de su casa como si caminara sobre vidrio molido.

El Salado tiene seis veredas: Santa Clara, Villa Amalia, El Bálsamo, La Emperatriz, Danubio y El Espiritano. Allí, por allí, entre plantaciones de tabaco y ranchos levantados en la mitad de la nada, se cree, viven 400 personas. El número es una aproximación, un cálculo, un tiro al aire. Nadie, a ciencia cierta, sabe cuántas son. Nadie sabe de qué sufren, de qué mueren, cuándo mueren, si es que no mueren por la guerra.

Antes, mucho antes, cuando El Salado era uno de los pueblos más prósperos de todo Bolívar, ahí llegaron a contarse siete mil habitantes. En el 2012, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo reconoció que aunque se estima que en el país hay 7,1 millones de campesinos, la verdad sobre la cifra es imposible de saber. En un país con cinco millones de hectáreas cultivables y tres millones de desplazados, ocho mil en lo que va del año según la ONU, el desconocimiento de la verdad campesina debería tallar tanto como un vidrio incrustado en el pie.

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En febrero del 2000, cuando los 450 paramilitares empezaron su marcha fúnebre por los Montes de María, Éver Torres Álvis, de 16 años, salió corriendo de la mano de su papá. El papá de Éver se llama Eduardo Alfonso Torres y hoy, a los 60 años, parece un hombre de 80, con el espinazo doblado como un signo de interrogación.

Sus ojos, enrojecidos por el humo del tabaco que cuelga de sus labios cuarteados por el sol, vidriosos por lo que vio entonces y lo que tiene que ver ahora, son acaso suficientes para saber de su tristeza perpetua: “Yo tenía vacas, caballos, burros, mulas. Todo se perdió: la casa, los cultivos, las gallinas, los chivos. Salimos con lo que teníamos puesto y solo me quedaron estas dos manos, que ya están tan viejas. Dígame usted, ¿ahora yo qué puedo hacer?”.

Huyendo, buscando la vida, Éver y Eduardo pasaron por El Carmen, Turbaco y Bayunca, en Bolívar. Subieron hasta Maicao, en La Guajira. Aquí y allá hicieron lo que pudieron: sembrar patilla, fumigar fincas, arreglar cercas, arriar ganado, tirar machete. Pero un campesino sin tierra es como un cielo sin aves, cosa tan rara que solo se ve en las ciudades; así que un día, igual de asustados, igual de vaciados, igual de derrotados, decidieron regresar.

En el 2007, cuando de vuelta pararon en El Bálsamo, Éver conoció a Érika. Y el amor, que no sabe de miedos, ni de guerras, ni de bolsillos vacíos, le dio alas a esos peladitos para creer que allá, en El Espiritano, donde una vez todo fue posible, había un mundo esperando por ellos.

Entonces en el medio de la nada, en esas tierras que una vez fueron suyas, pero de las que ya nadie tiene papeles, levantaron un rancho con palos de Majagua y Palma Amarga, pidieron plata prestada, sembraron tabaco para vender y ñame para comer, creyendo que sí, que la vida rota también podía remendarse. Dos años más tarde, nació el niño de cristal.

El niño de cristal tiene unos ojos tan bonitos que no existe color para describirlos. No en este mundo. Podrían ser azules o grises o verdes. O la suma de todos los colores del cielo y de las montañas y de la lluvia, quién sabe. Ni siquiera su papá lo sabe. Lo que sí sabe es que están buenos. La sabiduría del instinto o el desespero de la indefensión, han empujado a Éver a convertirse en un comprobador de las facultades de su hijo. Así pues, cuando un día tuvo dudas, se arrancó una hebra de la cabeza y se la puso al frente; el niño, por fortuna, agarró el pelo que pendía en el aire y su papá descartó que también hubiera nacido ciego.

Así también, otro día, cuando se dio cuenta de que los dedos de los pies se le pegaban unos con otros y que eso le impedía andar erguido, fue que entendió que eso que hacía su hijo imitando los movimientos en cuatro patas de Capitán y el burro Farid Ortiz, no era juego ni pereza, sino la única forma que tenía para ir de un lado a otro.

Así, comprobando dolores, sintiendo sus dolores, quebrándose con él, fue que comprendió que el pelao no se puede sentar sobre ninguna silla plástica porque se le ampollan las nalgas; que no puede comer nada seco porque se escapa de ahogarse; que no puede cargarlo levantándolo de las axilas, porque su piel se le queda en las manos. Y así noches. Y así semanas. Y así meses. Y así años.

Éver es flaco. Tal vez pese 60 kilos. Los dedos largos y fibrosos. La nariz puntiaguda, el pelo negro. Los zapatos con las suelas gastadas. De cuclillas junto a su hijo, cree que tal vez el milagro de haberlo tenido con vida todo este tiempo se deba a unos baños con albahaca, paico, yerba santa y balsamina, que le recomendó el viejo Alejo Rodríguez, curandero de Raizal donde a veces lleva al niño cuando las llagas se le infectan más de lo normal. Pero Raizal está lejos, a una hora y pico en moto y veinte mil pesos de pasaje que él casi nunca tiene. Eso es lo más cerca que puede llevarlo de algo parecido a un médico.

El Salado, a veinte kilómetros, algunos días solo transitables para el campero de José Torres, y otros veinte mil por viaje, es otro país. Cartagena, entonces, la luna.

A finales del año pasado, sin embargo, por esos descubrimientos que permite la guerra, el comienzo de un censo poblacional realizado por cuenta de la reconstrucción del pueblo masacrado, llevó hasta El Espiritano a un grupo de gente que conoció al niño y le tomó fotos y reportó su caso a Bogotá. En cosa de días, después de aquello, mandaron a recoger a toda la familia y en la capital le hicieron pruebas y exámenes al pelao en una clínica de vidrios limpios y pisos relucientes. Allá, cuenta el papá, conoció a otros niños que sufrían de lo mismo. “Y hasta un man de 46 años que se veía lo más de bien”.

Después de los tratamientos, que aliviaron por un tiempo la rasquiña y las ampollas, Debra, una ONG que alrededor del mundo ofrece apoyo a las víctimas de piel de cristal, empezó a enviar hasta El Espiritano cajas con vendas medicadas para cubrir las llagas del chico, cremas para sus heridas, agujas para reemplazar las puyas de limón, tarros de complemento nutricional. Las remesas llegan cada dos meses. De la mano de ellos y la Fundación Semana y organizaciones como Ayuda en Acción, que está empezando su intervención en las veredas, quizás un día el invento de la felicidad llegue hasta el fin del mundo. Ojalá.
Antes de dejar Bogotá, cuenta Éver, los doctores le recomendaron que le diera muchos jugos al niño. Que le licuara caldos de pollo. Que le picara frutas. Éver, mientras recuerda lo que le dijeron, mira su casa. La casa que cabe en su mirada. Y en su mirada no hay licuadora, ni nevera, ni frutas, ni agua, ni pollo. Apenas una hornilla de barro, un chinchorro donde duerme con su esposa y un colchón cubierto por un toldillo, que es la cama del niño de cristal. Los médicos, claro, no saben dónde queda El Espiritano. Casi nadie en realidad.

El niño de cristal sigue sentado sobre la cobija de lana. Con los ojos vidriosos mira un enjambre de moscas que le revolotea encima. Sobre él, bajo él, adentro de él, todo sigue doliendo igual. Ya no quedan dudas: no es que parezca, es que duele.

Su mamá, a un lado, carga a una bebé de un año. Tiene los ojos grandes y la piel intacta. Se llama Banessa y es su hermana. Banessa, con B grande, como una ratificación gramatical de su existencia; Banessa, con B grande, como un refuerzo desde la pila de bautismo de lo bien que se encuentra. Sobre una retablo de esterilla que hace las veces de división entre el dormitorio y la cocina, la mamá de los niños ha colgado dibujos hechos por ella sobre trozos de cartón. En algunos hay mariposas sonrientes y gallinas gigantes; en otros, muchachitos felices que llevan encima los nombres de sus hijos; en uno solo, corazones rojos y robustos que todavía laten.

El fin del mundo, tal vez, podría ser el comienzo de otro.