La minería ilegal es gran responsable de la degradación de los ecosistemas.

NACIÓN

La paz ambiental

¿Qué tiene que hacer Colombia para que el fin del conflicto no se traduzca en la destrucción de su riqueza natural?

Esteban Montaño / periodista
24 de agosto de 2015

El pasado 22 de julio, Humberto de la Calle compareció en el Congreso para hablar de la actualidad del proceso de paz con las Farc y responder las preguntas de los legisladores sobre este asunto. En un tono moderado pero convincente, el jefe del equipo negociador del gobierno en La Habana explicó los alcances de lo pactado hasta el momento y dio un parte de tranquilidad a quienes ven con inquietud lo que está ocurriendo en Cuba. Entre otras cosas, dijo que esta vez hay una posibilidad real de acabar con el conflicto y que ninguno de los acuerdos tiene tintes “marxistas-leninistas”. (Vea el especial EL MEDIO AMBIENTE:
LA VÍCTIMA OLVIDADA
)

Aunque su intervención generó buenos comentarios hasta de la oposición uribista, llama la atención que De la Calle no haya hecho ni una sola mención al tema del medio ambiente y a las implicaciones que sobre este tendría un eventual acuerdo de paz con las Farc. Esta omisión se torna preocupante cuando se piensa que hace menos de un mes, el país se encontraba consternado por una serie de atentados de la guerrilla que causaron una verdadera catástrofe ambiental en departamentos como Putumayo y Nariño.

A mediados de abril, cuando la muerte de once soldados a manos de una columna de las Farc dio por terminada la tregua que esta guerrilla había declarado desde enero, pocos se imaginaron que uno de los principales afectados por el inevitable recrudecimiento de la guerra sería el medio ambiente. Como parte de su arremetida contra la infraestructura energética del país, este grupo insurgente dinamitó en repetidas ocasiones el oleoducto Trasandino y contaminó ríos, humedales y acueductos que abastecen a miles de colombianos de escasos recursos.

A pesar de su magnitud y de la indignación que generaron, hechos como los que se han vivido desde junio con la primera voladura en Puerto Asís, Putumayo, son apenas una muestra de los impactos de la guerra sobre los recursos naturales. La minería ilegal y los cultivos de uso ilícito, sumados a la fumigación aérea con glifosato, también son responsables de la degradación ambiental de muchas regiones. En todos los casos las consecuencias son muy parecidas: contaminación de las aguas, deforestación, extinción de especies animales y vegetales y miles de personas afectadas.

Con todo, esta es solo una cara de la curiosa paradoja que rodea las relaciones entre conflicto armado y medioambiente en Colombia. La otra es que la presencia de grupos guerrilleros en las zonas periféricas ha impedido la llegada de proyectos de desarrollo y, de carambola, ha permitido la conservación de muchos ecosistemas. Hace poco, la ONU hizo un informe en el que mostró que la mayoría de los municipios con fuerte influencia de las Farc tienen, al mismo tiempo, alguna figura de protección ambiental y están solicitados para actividades extractivas.

De ahí que, de cara a un eventual proceso de posconflicto, el país deberá sortear una serie de desafíos para que la paz no se convierta en el punto de partida de la destrucción del patrimonio natural que aún se mantiene intacto. A pesar del deterioro ambiental que ha sufrido en las últimas décadas –no solo a causa del conflicto armado–, Colombia sigue siendo uno de los pocos lugares del mundo considerados megadiversos por la gran cantidad de especies que existen en su territorio y porque, en comparación con sus vecinos, ha tenido un éxito relativo en la conservación de la Amazonia.

“El gran reto es el ordenamiento territorial”

Desde hace varias décadas, Colombia ha venido desarrollando una legislación para regular los usos del suelo o, en otras palabras, para definir qué se hace y en dónde. Ejemplos de ello son la Ley 2 de 1959 que estableció siete zonas de reserva forestal que actualmente cubren el 51 por ciento del territorio, así como la creación de los Parques Nacionales Naturales, Los Resguardos Indígenas y los Territorios Colectivos de los afrodescendientes.

Sin embargo, las dinámicas del conflicto armado han impuesto un ordenamiento de facto del territorio que ha generado múltiples disputas sociales. Como explica Sergio Coronado, subdirector del Cinep, “la frontera agraria fue ampliada ejerciendo presión sobre áreas de bosque y de reserva que son muy sensibles en términos ambientales. Y esto se evidencia en que hoy en día hay muchas poblaciones asentadas en zonas de páramo y en Parques Naturales que han hecho su vida allí y que se resisten a ser desalojadas de esos lugares”.

Estas incompatibilidades entre la vocación de la tierra y el uso que se le da también se expresan en que de las 19 millones de hectáreas aptas para la agricultura, solo cinco están destinadas a esta actividad. En contraste, la ganadería ocupa cerca de 40 millones de hectáreas cuando solo 12, 5 millones deberían utilizarse para este fin. Por ello, según Coronado, “la primera tarea que se debe emprender en el posconflicto es la creación de una política de ordenamiento territorial que cierre la frontera agrícola y que defina claramente los sitios de producción y los de conservación”.

El primer acuerdo logrado entre el gobierno y las Farc en La Habana sobre reforma rural integral da algunas señales en ese sentido, al mencionar que esta se hará teniendo en cuenta criterios de cuidado del agua y de los bosques. No obstante, la ONU ha llamado la atención sobre las posibilidades de que esta iniciativa choque con una economía basada en la extracción minero-energética, ya que la declaratoria de estas labores como de utilidad pública e interés social puede poner en riesgo tanto los propósitos redistributivos de la tierra como los ecosistemas que necesitan protección.

Un modelo de desarrollo más flexible y equitativo

Ante las suspicacias de algunos críticos del proceso de paz, el gobierno ha reiterado que en La Habana no se está negociando el modelo económico. Y está bien que así sea, porque esa es una discusión que tiene que darse con la participación de toda la sociedad. Desde comienzos de siglo, Colombia le ha venido apostando con fuerza a la exportación de sus recursos minerales como la principal estrategia para generar crecimiento económico. Más allá del debate sobre los resultados en materia de superación de la pobreza, lo cierto es que esta decisión ha tenido fuertes implicaciones ambientales.

De acuerdo con el Atlas de Justicia Ambiental, Colombia es el país de América Latina con el mayor número de conflictos socioambientales, la mayoría de ellos causados por las industrias extractivas. Así mismo, la base de datos de movimientos sociales del Cinep registró un aumento considerable de las protestas relacionadas con estos temas desde el año 2002, lo cual coincide con que en el mismo periodo el número de títulos mineros otorgados se multiplicó por ocho. Y todas estas tensiones han tenido su correspondiente cuota de sangre. Según la ONG Global Witness, 25 ambientalistas fueron asesinados en 2014, lo que convierte a Colombia en el segundo país más peligroso del mundo para ejercer esta actividad (después de Brasil).

Para Gonzalo Murillo, coordinador nacional de la Red de Programas de Desarrollo y Paz, la oposición que enfrentan los proyectos extractivos en muchas regiones se explica porque “la gente no ve que esto le esté trayendo bienestar económico y en cambio le está generando problemas sociales y ambientales que el Estado no se encarga de solucionar”. Ahora bien, Murillo aclara que esta no es la única causa de la inconformidad social. “En otros casos las comunidades tienen otras visiones del desarrollo que también deben ser tenidas en cuenta en la discusión”.

Por eso, a su juicio el problema ambiental del posconflicto no consiste en prohibir definitivamente la explotación de minerales, sino en que todas las actividades económicas tengan unas regulaciones por parte del Estado y que los proyectos sean concertados con las comunidades. En eso coincide Sergio Coronado, para quien “la clave para reducir la conflictividad social está en promover la toma de decisiones en los espacios locales, de acuerdo con las necesidades y las características culturales y ecológicas propias de cada territorio”.

Ampliar la participación ciudadana

El alto comisionado para la Paz, Sergio Jaramillo, ha explicado que estas negociaciones están basadas en el concepto de paz territorial. Para darle contenido a esta idea, según Jaramillo, es fundamental implementar procesos de planeación participativa “de abajo hacia arriba” para que los territorios sean construidos entre las comunidades y las autoridades. Sin embargo, lo que sucede actualmente en Colombia es todo lo contrario. Como dice César Rodríguez Garavito, director del Observatorio de Justicia Ambiental, “el gobierno puede estar borrando con el codo lo que está escribiendo con la mano”.

Rodríguez Garavito se refiere a la respuesta frente a los intentos de algunos pobladores de municipios como Cajamarca, Piedras o Tauramena de bloquear proyectos extractivos a través de consultas populares. Aunque el Código de minas vigente establece, en contravía de la Constitución, que ninguna autoridad local puede excluir zonas de sus territorios de esta actividad, el gobierno decidió reforzar esa norma y a finales del año pasado emitió el decreto 2691 de 2014 que, según Garavito, “le da superpoderes al Ministerio de Minas para imponer su voluntad sobre los alcaldes y los ciudadanos preocupados por los efectos de la minería”.

Este decreto supuestamente pretendía responder a la sentencia C-123 de la Corte Constitucional que ordenaba, entre otras cosas, la creación de un mecanismo de concertación entre los entes nacionales y locales para decidir sobre proyectos de exploración y explotación mineras. No obstante, como escribió Rodrigo Negrete para Semana Sostenible, “el principio de coordinación se aplicó de forma tan débil y reducida, que no parece probable la adopción de una medida de protección que consista en un NO a un proyecto minero en específico, ni que suponga una reducción del mismo”.

Según Negrete, el proceso que diseña esta norma es un trámite lejano al diálogo y se parece más a una diligencia en la que los municipios proponen y el gobierno decide. Por esa razón, apenas se hizo pública la decisión del Ministerio de Minas, autoridades locales como el Gobernador de Antioquia, Sergio Fajardo, los Concejos de Villavicencio y de varios municipios del Quindío expresaron sus preocupaciones y solicitaron la derogatoria inmediata del decreto por considerar que viola su autonomía para la protección de los territorios de la actividad minera.

En últimas, es en la solución a este tipo de disputas por los recursos naturales en donde se juega el futuro de la paz de Colombia. El propio Jaramillo lo reconoce así cuando afirma que “la democracia es el mejor mecanismo de consolidación de la paz. Por eso hay que dar más voz y tomarse en serio los derechos de quienes han estado al margen de la vida política”. De este tamaño son los retos que afronta el país. Si los logra superar no solo acabaría con más de medio siglo de violencia, sino que podría ofrecerles a sus habitantes un lugar con una riqueza ambiental que pocas personas en el mundo tienen el privilegio de disfrutar.