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Ecología prescriptiva

La historia del planeta enfermo nos dice que requerimos ciencias ambientales con toda la potencia del conocimiento humano. Pero muchos no les dan crédito.

17 de julio de 2017

Se les pide a las ciencias ambientales que contribuyan a resolver las contradicciones que aparecen en el devenir conjunto de los sistemas sociales y ecológicos. Se les pide–con su poder integrador de las disciplinas– que interpreten los efectos de la evolución de las culturas humanas en el contexto del funcionamiento cambiante del planeta, con la conciencia de que es la expansión de nuestra especie la que lo ha transformado radicalmente. También se les pide que evalúen la vulnerabilidad de la vida y el nivel de riesgo para la continuidad de los experimentos sociales, que persisten después de unos pocos miles de años de historia.

La primera respuesta que nos dan las ciencias ambientales es que todo lo que hemos hecho al mundo implica un cambio en nosotros mismos, pues el planeta funciona como un sistema ecológico integrado. La segunda, que los efectos de las transformaciones se producen y manifiestan a diversas escalas, lo que nos da la posibilidad única de compararlas entre sí, eventualmente aprender y guiar nuestras decisiones hacia caminos más adecuados. La tercera, que esas decisiones, urgentes ante la evidencia de los riesgos de colapso, están en manos de las instituciones humanas (tal vez un pleonasmo): así reconozcamos la voz y los derechos de las demás especies, de sus poblaciones y de la biota; debemos asumirlas como propias en un gesto de voluntad política ineludible.

Las tradiciones religiosas del mundo nos recomiendan humildad en ese paso, pues a menudo la humanidad ha creído tener el control para encontrarse ante caminos sin salida, llenos de dolor. Pero de ese riesgo inherente a la condición humana tampoco se libran ellas, prestas a contribuir con políticas sin sensibilidad científica.

¿Qué hacer ante el cambio climático, el crecimiento natural de demanda de recursos asociada con el aumento de la población humana o el crecimiento cultural de esa misma demanda, codificado en los sistemas sociales y económicos de las sociedades? Las ciencias ambientales recomiendan, entonces, como hace el médico a la familia de un paciente grave: asegurar los signos vitales, experimentar un tratamiento y, si no funciona, ensayar otro. La gente desespera, el doctor no garantiza nada y a veces ni se deja hablar, ya que está ocupado con otro caso, seguro de que nada podrá acelerar su prescripción. Hay que tener paciencia.

Las prescripciones ecológicas cada vez se parecen más a las de los médicos y en los mismos objetivos de desarrollo sostenible (ODS) se reconoce el mantenimiento de la salud del planeta como un hecho necesario para superar la crisis ambiental. Pero ello implica reconocer que no hay receta única ni mágica, pues no existe tratamiento conocido contra la intoxicación de CO2, no existe antibiótico contra las especies invasoras y no hay antidepresivo que regule la pérdida de sentido de las culturas globalizadas.

Comer bien, no exponerse a cambios extremos de temperatura, descansar. El tratamiento es indicativo y a veces se corresponde con el nivel de complejidad de la dolencia, pero la decisión de adoptarlo y seguirlo es política, incluso en el seno de la voluntad individual, de la familiar o del Estado. Ninguna prescripción, leídas las advertencias y salvaguardas obvias de todo experimento, garantiza la recuperación. Se trata de un hecho probabilístico que depende de muchos factores y está lleno de incertidumbres.

La historia del planeta enfermo nos dice que requerimos ciencias ambientales con toda la potencia del conocimiento humano. Pero muchos, como el presidente Trump, no les dan crédito. Otros las ignoran porque sus prescripciones afectan sus intereses o sus placeres, aunque –ojalá– más temprano que tarde la crisis los haga recapacitar.

Sin embargo, no son las ciencias las que toman las decisiones, así algunos científicos se conviertan en tomadores de decisión. A menudo no hay peor paciente que el propio doctor. Por eso, ha de ser la sociedad a través de sus instituciones, la que asuma la política ambiental y exija su cumplimiento y desarrollo, pues descargar la responsabilidad en el científico no arregla nada. Claro, también hay malas prácticas…