Home

Opinión

Artículo

OPINIÓN

Cacería, veganismo y conservación

Rechazar la caza deportiva es consecuente con el respeto por la vida, al igual que no consumir productos animales lo es con el propósito de minimizar el sufrimiento animal. Sin embargo, estas posiciones no eximen de responsabilidad en la huella ecológica por cuenta de hechos cotidianos como la alimentación.

,
29 de marzo de 2016

Al mismo tiempo que circulan en Facebook incontables “memes” sobre la campaña presidencial de Donald Trump, también rotan fotografías de los hijos del candidato republicano con los trofeos de caza que obtuvieron durante un safari en África. Y aunque dichas imágenes no son noticia reciente, su reaparición en las redes sociales es utilizada como un tema de actualidad para desprestigiar al millonario a través de los actos reprobables de su familia.

Este es un ejemplo de lo que ha empezado a convertirse en un fenómeno de masas: la indignación colectiva frente a la muerte de un animal a manos de un ser humano. Guardadas las proporciones, el alud de opiniones sobre la noticia del oso andino cazado en el municipio de Junín (Cundinamarca) a comienzos de este año, o sobre el jaguar asesinado en Urabá en marzo de 2015, fue comparable al estallido que generó la muerte del famoso león Cecil en Zimbabue, también el año pasado.

El rechazo visceral de la cacería obedece en gran medida a dos factores. Por una parte, a la naturaleza carismática de los animales muertos y por otra, a la presencia de los cazadores en las fotos que aparecen en los medios. Gracias a los conservacionistas, algunas especies se han vuelto icónicas y por eso la muerte de un ejemplar se vuelve noticia. Y cuando el autor material del hecho es un personaje reconocible, la cacería se convierte en asesinato.

Esta apreciación es acertada, si nos atenemos al diccionario. Según la academia española de la lengua, asesinar es “matar a alguien con alevosía” y la alevosía implica que el acto fue cometido “a traición y sobre seguro”. Por lo general, cualquier cacería cumple con estas condiciones y por lo tanto es reprobable en el marco de una filosofía de respeto por cualquier forma de vida, como lo son también la pesca, el sacrificio de animales domésticos para consumo humano y el exterminio de alimañas.

Sin embargo, la inmensa mayoría de los seres humanos – dejando de lado hinduistas, budistas vegetarianos y veganos – encontramos tan justificable el chancletazo a la odiada cucaracha, como el sacrificio de los miles de millones de animales que nos comemos cada día. La condena universal a la cacería oculta la complicidad, de quienes no somos vegetarianos, en la muerte deliberada de nuestras fuentes de proteína y la ignorancia, de muchos que sí lo son, acerca de las complejas relaciones que mantenemos con otras especies.

Aunque nos horrorice el deceso de cualquier criatura por manos humanas, debemos aceptar que la producción agrícola de la cual depende la subsistencia de veganos, vegetarianos y omnívoros, sólo es posible mediante la destrucción o alteración profunda de los hábitats de distintas especies y el desalojo de comunidades biológicas enteras. Durante el crecimiento de las plantas cultivadas, es preciso mantener a raya muchas otras que se empeñan en retornar a su espacio original y evitar que proliferen los animales que las encuentran apetitosas. Una vez llega la cosecha, es frecuente que el agricultor redoble sus esfuerzos para eliminar y desplazar legiones de seres que buscan aprovechar los productos del cultivo.

Este ciclo se repite sin cesar desde el comienzo de la agricultura y gracias a él los humanos abandonamos, en gran medida, la caza y la recolección de productos silvestres. Una vez trocamos la seguridad alimentaria basada en ese sistema por la acumulación de excedentes de producción, aparecieron los centros urbanos y las primeras civilizaciones. Siglos después, a partir de la llamada revolución verde, la agricultura mecanizada hizo posible el sueño bíblico de esparcir la simiente humana sobre la faz del planeta. Desde entonces la adecuación de tierras para la producción industrial de alimentos transformó paisajes completos y el uso consuetudinario de agroquímicos se sumó a las formas de eliminar organismos indeseables para lograr los productos apetecidos.

No aceptar la cacería deportiva es una actitud consecuente con el respeto por la vida silvestre, de la misma forma que no consumir productos animales lo es con el propósito de minimizar el sufrimiento de los animales domésticos. Pero ninguna de estas posiciones aparta a quienes las asumen del ciclo inexorable de la vida y de la muerte, ni los exime de su responsabilidad en la huella ecológica de la sociedad por cuenta de hechos cotidianos tan esenciales como la alimentación.

Cada plato de comida que llega a la mesa es un recordatorio del papel que todos jugamos en la economía de la naturaleza. La alimentación de cada uno de los 7.000 millones de seres humanos que habitamos hoy el planeta tiene un costo ambiental que incluye la muerte de incontables seres vivos. Y dado que no nos es posible impedir que esto suceda, deberíamos al menos ser conscientes de nuestros patrones de consumo, de las fuentes de origen de los productos que utilizamos y de cómo disponemos de nuestros residuos. De esta forma, además de hacer del mundo un lugar menos violento, podríamos encontrar maneras efectivas de ayudar a conservarlo.