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El inconveniente vagabundo

Resultan improvisadas las medidas con las que se atienden a esta población: del paternalismo asistencialista de Petro, a la preocupación meramente estética y la negación intencionada de Peñalosa.

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7 de septiembre de 2016

A finales de mayo la alcaldía encabezó una intervención en el Bronx, uno de los expendios de droga más grandes de todo el mundo. Las cámaras GoPro, con sus características tomas en primera persona, como si de un videojuego se tratara, captaron las imágenes de cientos de hombres del Ejército y la Policía, armados hasta los dientes y apuntando sus fusiles a vagabundos que, en el ensueño del bazuco, apenas atinaban a proferir palabra y a hacer lo que se les ordenaba. El video editado inundó las redes sociales.  La Alcaldía estaba actuando.

Las historias que se destaparon después de la intervención son escalofriantes.  Niñas menores de 14 años esclavizadas sexualmente a cambio de droga. Canecas para desaparecer los cuerpos de los ajusticiados al interior de la olla. Policías asesinados y desaparecidos, mientras que otros tantos en abierta connivencia o directamente empleados por los capos de los expendios. Secuestros, torturas, muerte, dolor, sangre, mierda. El reino cochino, el inframundo a 800 metros de la casa del Presidente de la República. Ante semejante panorama nadie dudaría de la necesidad del accionar de la Alcaldía.

En 3 meses que han pasado desde esa madrugada, los residentes de Chapinero y el Centro fueron testigos del éxodo de los indigentes (y los llamo así intencionalmente y no con el eufemismo con el que nos lavamos la conciencia para sentirnos bien con nosotros mismos, políticamente correctos). Algunos de ellos vieron en esas localidades su nuevo hogar, otros tantos se apostaron en el caño de la calle sexta justo debajo de la carrera 30. Caño que inundado por las lluvias de agosto y por la inmundicia de la ciudad arrastró a su paso todo lo que tenía en frente, incluyendo a los alucinados que se apostaban en su ribera a pasar la traba. De nuevo, la Alcaldía envió a la Policia para desalojarlos, nadie quiere tener de vecinos a una banda de 300 chirretes. Otros tantos fueron a dar al “Samber”, unas cuadras del barrio San Bernardo que cumplen la misma función del Bronx pero a menor escala. Otros más se desperdigaron por la ciudad.

Según John Jairo Lemus, secretario de Desarrollo de la Alcaldía de Pereira, y Sandra Cárdenas, personera de la misma ciudad, allá habrían llegado al menos 300 personas que venían procedentes del desalojo del Bronx. Pero la Secretaría Distrital de Integración Social de Bogotá negó enfáticamente los hechos y afirmó que, de haber sucedido así, había sido por cuenta propia de los migrantes. Días después de que estas acusaciones salieran a la luz, algunos medios registraron que a esta población se le estaría suministrando comida con veneno, algo que de comprobarse, sería una muestra perfecta del practicismo colombiano.

El vagabundo es el espejo que nos aterroriza con la imagen de lo que podemos llegar a ser, el que desprecia todos los valores de la sociedad moderna pero se adapta y vive de ella, es el cochino, el sucio, el ‘chirrete’, el bazuquero, el drogadicto, el maloliente, la rata, el libertino, el vago. Es una realidad de Bogotá desde las pandillas de gamines de los sesenta a los ‘chirris’ del siglo XXI. Y así no nos guste, la ciudad debe asegurarles su condición de ciudadanos a todos los que en ella habitan. A todos. Por eso resultan improvisadas las medidas con las que se atienden a esta población: del paternalismo asistencialista de Petro, a la preocupación meramente estética y la negación intencionada de Peñalosa.  

Sin una acción definitiva y certera sobre las cabezas de las mafias que controlan el negocio de la droga en Bogotá, los desalojos no van a ser sino paños de aguas tibias, puesto que es cuestión de tiempo para que vuelvan a levantar sus taquillas en otro lado de la ciudad. Es como si prohibieran la venta de cabuya para controlar los suicidios. Inútil y tonto. Sumado a esto urge la necesidad de una política pública integral que consista en algo más que bañarlos, trabarlos y darles un plato de sopa. Algo que propenda por una solución más incluyente en la que se plantee la posibilidad de la necesaria legalización de la droga, así como el control de la misma por parte de entidades de salud. Entre tanto, no parece haber solución a la vista y tendremos que convivir y acostumbrarnos como lo hemos hecho durante años a su presencia en la ciudad, aunque nadie quiera tener de vecino a un ‘chirri’.