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Predicar para conversos

Mantengo la esperanza de que, al pasar de mano en mano, uno de estos textos termine por despertar en alguien la conciencia de habitar un entorno frágil por el cual todos somos responsables.

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10 de marzo de 2017

Aunque los problemas relacionados con la conservación de la biodiversidad son cada vez más apremiantes, el mundo del ambientalismo sigue siendo un pañuelo y quienes pertenecemos a él nos pasamos la vida contándonos, unos a otros, las mismas historias. Esto limita el incremento de la concienciación ciudadana y por eso, cuando decidí escribir una columna sobre estos temas, lo hice con la ilusión de romper ese círculo vicioso, atraer un público distante y compartir reflexiones poco tratadas en los medios masivos de comunicación y en las redes sociales.

Sin embargo, muy pronto descubrí lo ingenua que era mi pretensión de conquistar un público anónimo. La conservación de la biodiversidad y el cambio ambiental global son temas todavía abstrusos para una inmensa mayoría y, en un país de pocos lectores, el interés que despiertan es mínimo. En una época en la que los espacios de opinión palpitan con información de última hora sobre la agitada realidad que nos toca vivir, no es sorprendente entonces que mis textos queden en manos de un pequeño grupo de colegas, amigos y de vez en cuando, gracias a las redes sociales, de algunos cibernautas curiosos.

Esta limitada audiencia hace que mi aspiración de difundir ideas de escasa circulación sea también poco realista. Muchos de mis allegados tienen suficiente familiaridad con los temas que intento desarrollar en esta columna y lo novedoso que ésta pueda tener se reduce a los giros que ocasionalmente logro dar a una argumentación. Más que develar aspectos poco claros de la crisis ambiental contemporánea, termino reciclando asuntos que muchas otras personas han tratado con mayor detalle y autoridad en otros medios de comunicación.

El descubrimiento de estas obviedades me llevó a pensar que el compromiso autoimpuesto de sacar a la luz algunas ideas cada mes, era inútil. Sin embargo, al buscar nuevas justificaciones para seguir escribiendo, empiezo a creer que predicar para conversos no es una pérdida de tiempo. Primero que todo, la búsqueda de temas que puedan interesar a los lectores me obliga a explorar constantemente un amplio abanico de materias, lo cual es una razón suficientemente atractiva para que un ‘nerdo’, como yo, la asuma.

Por otra parte, el reciclaje de ideas me obliga a descubrir la forma de hacer que otras personas hallen atractivo el reencuentro con temas y conceptos conocidos y a lo mejor encuentren nuevas maneras de abordarlos. Este esfuerzo por desarrollar un estilo narrativo consistente es, en sí mismo, una enorme recompensa. Tal vez sea más honesto aspirar a que conduzca a algunos lectores por senderos poco transitados y al hacerlo, contribuya a difundir ideas entre un círculo más amplio de personas.

Quiero creer que esto es posible y que de alguna forma ayuda a combatir la rampante ignorancia que nos acecha en la era de la post-verdad. Alimentar el inacabable diálogo con quienes compartimos caminos en la búsqueda de conocimiento es quizás un mecanismo mediante el cual, quienes estamos inmersos en el ambientalismo y la conservación, mantenemos en circulación las ideas por las cuales trabajamos.

Saber que un puñado de mis colegas y amigos conforma el grueso de los lectores de esta columna, es entonces una satisfacción y un desafío que justifican el tiempo que dedico a escribirla. Porque, así como su aceptación y sus críticas son reconfortantes, unas y otras me comprometen a ofrecerles planteamientos estimulantes y provocadores que impulsen eventualmente otras conversaciones, por fuera de mi radio de acción inmediato.

Predicar para conversos puede ser la forma de llegar al público que imaginé en un principio. Aunque muchos de los corresponsales de mis allegados seguramente están familiarizados con los temas que trato, es probable que otros hayan sido remitidos a mis artículos precisamente porque algún lector quiso abrirles una ventana a otras formas de construir y comprender la realidad. Al menos eso imagino cuando me entero que alguno de mis contactos ha recomendado a los suyos, a través de las redes sociales, alguna cosa que he escrito.

Esta intermediación de quienes en realidad no necesitan leerme y sin embargo lo hacen, se convierte entonces en la principal justificación que tengo para enfrentar, cada tres o cuatro semanas, el temor a contar una historia muchas veces relatada. Al fin y al cabo, me permite mantener viva la esperanza de que, al pasar de mano en mano, uno de estos textos termine por despertar en alguien la conciencia de habitar un entorno frágil por el cual todos somos responsables.