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Comerse el planeta

Es razonable revisar las formas en que producimos nuestros alimentos y tratar de reducir el impacto que causamos con cada una de ellas al ambiente.

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23 de junio de 2017

Casi 49 millones de kilómetros cuadrados de la Tierra son utilizados para producir los alimentos que consumimos. Para entender la magnitud de esta cifra, basta decir que un área equivalente a la de Sudamérica es empleada para la agricultura, mientras que la ganadería ocupa una superficie más o menos igual a la del continente africano. Sin duda, somos una especie hambrienta.

Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), desde el comienzo de la agricultura – hace unos 10.000 años – los seres humanos hemos cultivado unas 7.000 especies de plantas y hemos domesticado 35 especies animales para uso y consumo. Sin embargo, hoy en día apenas una mínima fracción de esa biodiversidad domina los distintos sistemas rurales de producción en el mundo. Aunque en las plazas de mercado veamos un abigarrado surtido de productos agrícolas, apenas cuatro especies – el arroz, el trigo, el maíz y la papa – ocupan 60% de la base energética de la población mundial y la mayor parte de la proteína animal que consumimos tiene su origen en la cría de ganado vacuno.

Los sistemas agro-industriales han reemplazado la agricultura de subsistencia en la mayor parte del planeta, en respuesta a la demanda, por parte de la economía de mercado, de bienes transables de consumo mundial. Estos datos estadísticos son entonces, al mismo tiempo, indicadores de la huella ecológica de la especie humana y de la progresiva homogenización de la Tierra por cuenta de nuestra demanda de alimentos.

Los sistemas agropecuarios industrializados tienen una enorme demanda energética, consumen más agua que cualquier otra actividad humana y contribuyen significativamente a las emisiones de gases de efecto invernadero. Su establecimiento ha transformado vastos paisajes en los cinco continentes para acomodar los campos de cultivo y las zonas de pastoreo, simplificando la composición de los ecosistemas y alterando significativamente su funcionalidad.

El contraste entre la sobre-simplificación alimentaria global y las biodiversas canastas alimenticias de las culturas locales, también es extremo desde otro punto de vista. A medida que los paisajes rurales del mundo entero se parecen más entre sí, la agricultura de subsistencia se ha hecho marginal, lo cual contribuye a erosionar el patrimonio cultural de la humanidad y atenta contra la soberanía alimentaria de los pueblos.

Esta pérdida conduce además al ocultamiento de sistemas ancestrales de conocimiento. Así, por ejemplo, la sociedad sigue viendo el bioma Amazónico como un conjunto de paisajes prístinos o poco intervenidos, a pesar de los hallazgos hechos durante las últimas dos décadas por distintos investigadores, que sugieren que en realidad es un mosaico de intervención humana, sustentado en el mantenimiento de la biodiversidad.

En un estudio, cuyos resultados fueron publicados en 2013 en la revista Science, se encontró que la enorme riqueza de árboles del bioma amazónico – estimada en unas 16.000 especies – está dominada por solo 227 especies hasta el punto que uno de cada dos árboles de estas vastas selvas pertenece a una de ellas. Si bien no se descarta la posibilidad de que este fenómeno se deba a la capacidad competitiva de dichos árboles, es mucho más plausible que sea la expresión de arreglos agroforestales que datan de épocas precolombinas. Este tipo de sistemas no solamente incluyen la siembra de distintos cultivos, sino también el aprovechamiento de recursos forestales, la caza, la pesca y la recolección.

En un momento en el que el mundo entero todavía se pregunta por la capacidad futura para alimentar una población en crecimiento, vale la pena preguntarse hasta qué punto debemos continuar expandiendo los sistemas de producción industrial de alimentos a expensas de la pérdida paulatina de la integridad de los ecosistemas.

Sería mucho más razonable revisar las formas en que producimos nuestros alimentos y tratar de reducir el impacto que causamos con cada una de ellas al ambiente. No se trata de volver a modelos de producción diseñados para mantener sociedades y modos de vida muy distintos a los actuales; simplemente aceptar que podemos aprender de ellos la lección básica de producir con base en los determinantes ambientales de los territorios y no de espaldas a ellos. Una aproximación verdaderamente agroecológica no solamente ofrece mayores posibilidades de éxito a largo plazo, sino que puede ser la única manera de evitar que la especie humana termine por comerse el planeta.