Las capacitaciones como técnica estilista en el Sena le dieron la confianza a Milena y el conocimiento para montar un salón de belleza y un spa en una ciudad del Llano. | Foto: María Camila Gómez

Reintegrados

3 historias de Reintegrados

Tres reinsertados cuentan cómo fue su vida antes y después de ser guerrilleros.

19 de noviembre de 2012

El amor y la guerra    
            
La que alguna vez fue una temida guerrillera por las vacunas que cobraba, hoy es estilista de su propio salón de belleza. No fue fácil llegar a serlo porque la vida le juega malas pasadas a su familia.
Un fuerte abrazo les habría dado a sus hijas de 8 y 12 años si hubiera sentido que dejaría de verlas por dos largos años.

El viaje de 15 días a cuidar a su mamá, que vivía en Caño el Trin, entre San José de Guaviare y Mapiripán, se convirtió en 24 meses por cuenta de la guerra y el amor.
Milena no se llama así, prefiere ocultar su nombre. Solo revela la historia que cambió su vida y la de su familia, la relata en medio de la peluquería donde trabaja con tintes, champús y tijeras. Lejos de las armas.
 
Cuando viajó de Bogotá a la casa de su progenitora lo hizo en compañía de su hermana de 15 años, quien estando allí se enamoró de un miembro de las Farc de un alto rango. Se enlistó en las filas para estar con él; Milena, por no dejarla allá y por amenazas de las AUC que se enteraron de la relación de su hermana, decidió seguirle los pasos.

“Yo me quemé, como decimos entre los camaradas. Todo el mundo me conocía y más aún los paramilitares, ya que yo cobraba las vacunas a los campesinos y negociantes del territorio de mi bloque. Por eso duré dos años bajo el refugio del que fue mi cuñado, aunque no nos llevábamos bien, pues él sabía que era responsable de que yo estuviera lejos de mis pequeñas y de que hubiera dejado la comodidad de la ciudad”, cuenta.
Pese a los terribles momentos de incertidumbre y temor  que vivió en las filas, asegura que el día que escapó fue el que más la marcó. “Un día llegaron a nuestro campamento más de 80 guerrilleros enviados por el Estado Mayor. A medianoche, mi hermana me abordó y me dijo que teníamos que escapar, pues el Estado Mayor se había enterado de que mi cuñado estaba tomando parte del dinero que yo recogía de las vacunas para mandar a su familia y que le iban a hacer Consejo de Guerra. Lo más probable era que lo mataran”.

Los tres escaparon y sin planearlo terminaron incluidos en el Programa de Reinserción del Gobierno Nacional. El cura de la Iglesia en la que se ocultaron por varias noches los entregó al Ejército.
“A pesar de que nunca quise acogerme al plan del Gobierno porque en las filas nos decían que los beneficios eran mentira, que violaban a las mujeres desmovilizadas y que mataban sin piedad, fue lo mejor que me pudo pasar. Pude regresar al lado de mis hijas y cumplir mi mayor sueño, ser estilista profesional”.
Como los demás desmovilizados que entran en la ruta de la reintegración, recibió atención psicosocial,  formación académica y para el trabajo.

Las capacitaciones en técnica en estilista del Sena le dieron la confianza y el conocimiento para montar un salón de belleza y un spa en una ciudad del Llano. Con los ocho millones de pesos que el programa le dio para su proyecto productivo, más el subsidio de vivienda y los 480.000 pesos de ayuda humanitaria, le puso punto final a su vida en la ilegalidad.

No corrió la misma suerte su hermana mayor, que desde los 12 años hacía parte de las Farc. No la reconocieron como guerrillera y por ello no fue acogida con los beneficios. Desilusionada volvió a las filas y el Estado Mayor la ajustició. Dejó tres niños huérfanos, que hoy viven con Milena, sus dos hijas del primer matrimonio y la niña que tuvo con su esposo, un policía.  

Profesión: reconciliador

Después de un atentado y de una promesa a la familia decidió dejar las filas. Mucho antes de que se expidiera la norma que obliga a los desmovilizados a prestar servicio social, el protagonista de esta historia reconstruía escuelas y calles como una manera de pedir perdón a la comunidad. Hoy apoya a otros desmovilizados en su proceso.

Sabas recorre hoy las calles despavimentadas y llenas de barro de la Comuna 5, conocida como Hondas del Caribe, en Santa Marta. Ya todos conocen el carro que acondicionó para manejar con sus brazos, lo compró con esfuerzo después de que tuvo que padecer el tránsito bogotano.
“Me tocó como todo el mundo, moverme en Transmilenio, el único medio de transporte”, dice.

Hace 10 años quedó en silla de ruedas por cuenta del atentado que le hicieron los paramilitares cuando vivía en Riohacha. Había dejado las Farc por una promesa que le había hecho a su esposa después de permanecer un año preso por porte ilegal de armas. En ese momento repartía su tiempo entre una tienda de abarrotes y un restaurante, pero no pudo continuar con la idea de huirle al conflicto. Dos años después del atentado, continuaba con amenazas contra su vida y con una orden de captura por rebelión y porte de armas, así que decidió desmovilizarse.

Viajó a Valledupar y se presentó en la Defensoría del Pueblo; después de permanecer un mes en un calabozo lo remitieron a Bogotá a un albergue para desmovilizados, se incorporó al programa de Reinserción e inició su proceso. Al tiempo que cursaba el bachillerato decidió, con otros desmovilizados, realizar acciones de reparación con la comunidad.

“Nos acercamos a las juntas de acción comunal para ver qué necesidades tenían. Así arreglamos parques en barrios en Kennedy, instalaciones físicas de hogares de madres comunitarias y conversamos con la comunidad. Contamos nuestra historia de vida en los colegios e incluso llegamos a formar la Fundación Líderes de Paz, con la que realizamos procesos de reconciliación en Ciudad Bolívar y Altos de Cazucá”.
De esta manera, Sabas comenzó a incursionar en un proceso que tomaría forma de manera oficial con la Ley 1424 en el 2010, norma que da beneficios jurídicos a los desmovilizados de los grupos ilegales siempre y cuando respeten los compromisos asumidos con el proceso de reintegración, entre los que está cumplir un servicio social de mínimo 80 horas.

Primero pasan por una fase de preparación, que son las escuelas de perdón y reconciliación, propuesta de la Fundación para la cual trabaja hoy. Después, en mesas de concertación, elaboran los planes de acción para resarcir el daño a la comunidad. En la preparación, que se da en 10 módulos (pueden ser 10 encuentros o una reunión de todo un fin de semana), los desmovilizados aprenden sobre mecanismos alternativos de resolución de conflictos, importancia de la empatía y de la toma de decisiones. También hablan de verdad, justicia, pacto y memoria, entre otros.

En Santa Marta, por ejemplo, se decidió que el servicio social sería la restauración de un espacio comunitario que era un centro de salud. El 10 de noviembre terminaron el servicio social y en estos días harán entrega de la infraestructura con un acto simbólico. “Lo que pasó pasó. Entre nosotros (desmovilizados de los paramilitares y de las Farc) no hay rivalidades. Hablamos de las cosas que podrían haber sido diferentes, pero no hay rencores. Lo mejor es poder hablar con las víctimas y las comunidades y reconocernos como personas por lo que somos hoy, no por lo que fuimos. Hoy podemos estrecharnos la mano”, dice.

Los Mendéz ahora son así

Desde octubre de 2005 la vida de esta familia es otra. Dejó las filas y hoy emprende proyectos empresariales en los que ha sido existosa.

Rodolfo Méndez es el consejero territorial del municipio de Acacías, Meta; el dueño, cocinero y vendedor de su fábrica de almojábanas y el conductor de su buseta, la misma en la que transporta pasajeros entre
Villavicencio y Acacías. Pronto espera sumar a estos roles el título de administrador de empresas, carrera que estaba estudiando en la Universidad Nacional a Distancia (UNAD) y que suspendió por falta de
dinero.

Hace poco más de 11 años su función en la vida era otra. Estaba en las filas de las AUC, a donde llegó con su esposa obligado por las circunstancias. Vivía en Purificación, Tolima, y manejaba un taxi. “Yo no sabía a quién transportaba en el carro, pero resultó que estaba cargando gente de las autodefensas, del bloque Tolima. La guerrilla me declaró objetivo militar y me hizo tres intentos para matarme, entonces hablé con gente del bloque y me dijo que me fuera con mi señora a
cuidar una finca”.

Aceptar esa propuesta fue la peor decisión. Estuvo preso durante tres años por colaborar con las autodefensas. Cuando salió, buscó al grupo armado y se fue a las filas. Su esposa Claudia lo siguió por miedo a las amenazas que les hacían Decidieron dejar a los niños, de 10 y 3 años, con la mamá de ella y zambullirse de lleno en esa vida.

“Lo hicimos por miedo, porque nos decían que se iban a desquitar con los niños”, cuenta Claudia, quien aprendió a manejar las armas y a ser informante. Su misión era vigilar en el pueblo y avisar cuando había retén. Rodolfo, que prestó servicio militar, tenía tareas mayores. Ocho meses estuvieron así, hasta que el comandante se acogió a una desmovilización. “Empecé a buscar trabajo y no lo lograba. Entonces vinimos para Acacías y ahí conseguí como vendedor de almojábanas”, cuenta Rodolfo, quien aprendió los secretos
del negocio con su jefe, que le vendió, en 2006, un horno viejo.

Desde entonces, todos los días, sin importar si es festivo, los esposos Méndez Vásquez se levantan a las 2 de la madrugada a preparar almojábanas. A las 4:30 de la mañana Rodolfo sale a hacer la primera
venta, 48 paquetes, en los buses intermunicipales. A las 6:30 es el turno para Claudia. Por varios años, esta rutina la complementaron en las tardes con las clases por internet (en un café o en la UNAD), de Ingeniería, en el caso de Claudia, y de Administración de Empresas, en el caso de Rodolfo.

Ella cursó hasta quinto semestre y él, hasta séptimo. Con los 2 millones de pesos que les dieron a cada uno de capital semilla para su proyecto productivo, compraron herramientas para la fábrica y un horno. Con estos recursos y otros dineros que han prestado han logrado crecer la microempresa, en la que ponen en práctica las enseñanzas que les dio el Sena.

Ahora están ansiosos porque tienen un nuevo proyecto: la buseta. “Somos felices, no dependemos
de nadie. Ahora queremos ser profesionales y quién quita que podamos tener otro negocio propio”, dice
entre risas Claudia.