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Indígenas del pueblo nasa de Corinto en el Centro de Armonización de El Guanábano. Foto: Víctor Galeano. | Foto: Víctor Galeano

IMPACTO

La otra cárcel

¿Justicia punitiva o restaurativa? Mientras el país se debate entre cuál es la mejor manera de juzgar a quienes han cometido delitos, los indígenas nasa le apuestan a restablecer y armonizar.

Camilo Alzate
5 de octubre de 2018

Parece solo una finca cafetera con vista al Valle del Cauca y con su propio gallinero repleto de huevos. El Guanábano tiene dos casas de bahareque similares a las del resguardo indígena del pueblo nasa de Corinto.

Esta a diez minutos de la cabecera municipal, con el portón siempre abierta y unos árboles frutales bien cuidados en los bordes.

El Guanábano parece una quinta apacible con unas materas con flores y un jardincito, una huerta de hortalizas, de aromáticas, de plantas medicinales y un pequeño invernadero para cultivar tomates y dos jaulas en las que los muchachos que viven allí crían conejos y cuyes.

Adentro está la puerta sin cerrojo, los camarotes arreglados, el mesón limpio para tomar tinto mientras alguien mira la televisión, la platanera de fondo. El Guanábano podría ser cualquier cosa menos una cárcel. Y eso es: el primer lugar de reclusión administrado por las autoridades indígenas.

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Albeiro Gómez roza los 40 años, tiene los ojos claros y el torso macizo, puro cuerpo de aserrador o arriero. Pero el día en que lo capturaron, no cortaba troncos ni espoleaba mulas. “Me cogieron por unas llamadas después de un año de seguimientos”.

La causa es obvia en esta región del Cauca: tráfico de estupefacientes. Igual que muchos indígenas y campesinos de la región, Albeiro aprendió a cultivar marihuana desde niño en su vereda natal, en las montañas de Corinto.

Tras un operativo antinarcóticos que desarticuló una red local de tráfico de cocaína y marihuana resultó implicado por haber negociado la venta de una mercancía por teléfono. Fue detenido en Caloto y acabó en la cárcel de esa población, donde estuvo preso 39 meses.

“Es horrible: cuatro paredes, el aire contaminado, el que no fuma una cosa fuma la otra –dice–. Créame que hay gente que dura cinco o seis años en la cárcel y sale atontada; uno afuera ya no es capaz de montarse a una moto ni de pasar una calle”.

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Después de tres años, las autoridades del Cabildo Nasa de Corinto revisaron su caso y pidieron que fuera tratado por la justicia indígena, le dijeron que ya no estaría en una celda sino en un centro de armonización y de ahora en adelante su condena sería servir a la comunidad.

Así fue como llegó a El Guanábano, donde lleva 21 meses sin intentar escapar a pesar de que no hay rejas, ni barrotes o guardias que lo encierren, tampoco hay policías vigilando en el portón, que suele permanecer abierto.

“Bienvenidos a la Picota indígena”, nos dice entre risas Jorge Enrique Dicué cuando llegamos al lugar. Jorge, que pertenece a la etnia nasa, es el gobernador suplente del Cabildo Indígena de Corinto, en el norte del Cauca, y uno de los abanderados de este proyecto piloto de las comunidades para asumir la resocialización de sus miembros que han cometido violaciones a la ley.

“Acá no es como en la justicia ordinaria, que los infractores van para la cárcel y ya”, explica Dicué. “Lo que le hemos dicho al Ministerio de Justicia y al establecimiento es que hay otras maneras de resocialización de la gente”.
 


Mariano, condenado por homicidio, intenta alzar unas pesas con ayuda de un miembro de la guardia indígena. Foto: Víctor Galeano. 

La justicia indígena apela a los usos y costumbres y tiene sus propias formas de impartir condenas, correctivos o “remedios”, como llaman a los castigos en el Cauca.

Ante la mirada occidental son prácticas cuestionables y atrasadas, por ejemplo, obligar a un comunero a bañarse en la laguna más fría del páramo bajo la feroz medianoche o azotar a fuetazos a los que han cometido faltas graves, pero en la lógica interna de las comunidades estas prácticas resultan efectivas y tienen un profundo sentido arraigado en su historia y su ancestralidad.

El Estado reconoce aquello desde la Constitución de 1991, por ello reglamentó los sistemas de justicia propia de las comunidades indígenas a través del Decreto 982 de 2000.

Aunque desde entonces entraron en funcionamiento varios sistemas de justicia propia, los delitos graves que para la ley colombiana implican privación de la libertad no podían ser juzgados por las autoridades de los cabildos, puesto que en los resguardos no hay cárceles.

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Muchos comuneros de Corinto, Caloto, Toribío y Jambaló terminan en las cárceles de Popayán o Cali, la gran mayoría de ellos detenidos por la Ley 30, que penaliza el porte y tráfico de estupefacientes; son indígenas desesperados que por las deudas o que con el afán de ganarse unos pesos rápido salen de sus territorios llevando un par de kilos de cocaína o marihuana, con el propósito de venderlos por su cuenta en las ciudades.

“La comunidad veía a sus muchachos tirados por allá en esas cárceles y dijeron que había que hacer algo”, cuenta Dicué.

En varias asambleas que realizaron en Corinto durante 2012 la gente se mostró preocupada porque con frecuencia los indígenas presos salían de la cárcel peor que antes: aprendían a consumir droga, se relacionaban con redes criminales, se tornaban violentos.

Entonces la comunidad dio el mandato de que las autoridades debían construir centros de reclusión propios para que allí los infractores pagaran sus condenas sin salir del territorio. No iban a ser cárceles tradicionales sino centros donde aquellos que cometieran faltas o “desarmonías” contra la comunidad y la Madre Tierra encontrarían nuevamente el camino correcto.

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Hoy existen espacios de este tipo en Santander de Quilichao, Miranda y Caloto, pero el primero de todos fue El Guanábano, acondicionado en Corinto usando los predios de una finca cafetera dentro del resguardo indígena.

“En las cárceles ordinarias hay mucho hacinamiento y condiciones inhumanas”, explica Dicué. “Acá en cambio tienen buena comida, pueden trabajar, les traemos charlas educativas y películas, yo a veces los saco con acompañamiento de la guardia indígena y les hago una jornada de reflexión… Si se vuelan ¿Quién pierde? Los coge la Policía y ahí sí van a parar a una cárcel de verdad”.

En El Guanábano los internos trabajan las huertas y cuidan un centenar de gallinas ponedoras, pueden ver televisión, escuchar música, sus familiares los visitan sin problemas. Ninguno de los 24 internos trata de fugarse.

Además, a los condenados por tráfico de estupefacientes el Cabildo Indígena los obliga a que en sus fincas o en las de su familia deben erradicar todas las matas de coca y marihuana que haya, a cambio se les apoya con recursos para implantar nuevos proyectos productivos.
 

Albeiro Gómez fue capturado en un operativo antinarcóticos en Caloto (Cauca). En El Guanábano se encarga de alimentar las gallinas ponedoras. Foto: Víctor Galeano.  

Cuando los internos salen lo hacen acompañados por la guardia indígena y generalmente es para ir a trabajar en dos fincas colectivas de la comunidad, Altamira y El Danubio, ubicadas en la parte alta de la cordillera.

Allá ordeñan, postean, comen lo que quieren y la mujer del mayordomo los consiente”, afirma Jorge Dicué. “Además, tienen bonita vista”, agrega.

Otro de los “castigos” impuestos a los internos es cocinar y lavar platos en todos los eventos comunitarios del pueblo nasa, donde suelen asistir hasta 5.000 comuneros. “Y a veces cuando no vamos, la misma gente nos reclama, porque nadie cocina tan bien”, dice Albeiro Gómez.

Sin embargo, los delitos graves como homicidios, terrorismo o abuso sexual son tratados por la asamblea indígena, que toma la decisión final e impone los tiempos de condena. No obstante la comunidad ha determinado que ningún condenado por abuso sexual va para El Guanábano, esos terminan en un patio prestado dentro de una cárcel ordinaria.

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Marino, condenado por homicidio, dice que tuvo suerte porque cuando mató a otro indígena en una pelea los vecinos no llamaron a la Policía sino a las autoridades del Cabildo, por eso acabó en El Guanábano.

Tuvo que dialogar con los familiares de la víctima, pedir perdón y pagar una compensación económica.

“A mí me falta harto, como cuatro años será, apenas cumplí uno en junio, pero no es lo mismo que estar encerrado”, dice Marino.

Algunos casos nunca llegan a la justicia ordinaria sino que son atendidos y juzgados por las autoridades indígenas. Pero también sucede que muchos indígenas son capturados por fuera de sus territorios cometiendo algún delito y terminan procesados por las autoridades colombianas, ahí es cuando los miembros del Cabildo realizan la gestión para que sean trasladados a El Guanábano.

Tienen que purgar exactamente la misma pena que haya impuesto el juez, la diferencia es que en el Centro de Armonización quedan bajo la tutela de la comunidad.

“Uno llega a los patios de las cárceles y esos muchachos lo cargan a uno de la felicidad, se ponen contentos cuando vamos a reclamarlos”, dice el gobernador Dicué, que ha viajado hasta lugares tan distantes como el Huila a buscar presos indígenas de etnia nasa.

“La gran apuesta que se tiene es hacer un solo Centro de Armonización grande para tener todos los casos del pueblo nasa” asegura Andrés Dicué, miembro del Cabildo Indígena de Corinto, quien explica que a finales de 2017 las comunidades del norte del Cauca taponaron la carretera Panamericana, entre otras cosas, para exigir recursos del Estado con qué financiar proyectos como este.

“Nosotros trabajamos con las uñas –sostiene Andrés Dicué–, lo que se peleó en la movilización es que nos dieran el 2 por ciento del presupuesto del Estado para la justicia, pero hay resistencia de magistrados, de jueces. No es lo mismo resocializar un indígena por Ley 30 que uno por homicidio o extorsión. Pero ese es el reto”, asegura.

Mariano observa la televisión en uno de los alojamientos de la finca. Cuando algunos de los internos sale a trabajar en las fincas lo hace compañado de la guardia indígena. Foto: Víctor Galeano.  

Tras esa movilización surgieron los acuerdos de Monterilla, donde estuvieron presentes varios de los ministros del expresidente Juan Manuel Santos.

Uno de los compromisos era que el Instituto Nacional Penitenciario debía girar el dinero por cada uno de los internos que estuvieran en El Guanábano, algo que hasta ahora no ha sucedido.

“La plata para mantenerlos a ellos sale de las mismas familias –explica Andrés Dicué–. También aporta recursos el Cabildo y está el trabajo de los mismos muchachos”.

Mientras el sistema penitenciario colombiano se convierte en un lastre enorme para el Estado, El Guanábano enseña que hay otro modelo exitoso de resocialización, basado en el respaldo de una comunidad organizada con criterios de justicia no punitiva, que busca la reflexión y no el castigo, la integración y no la venganza.

Algunos sectores políticos, sin embargo, son críticos con esas iniciativas, pues perciben en la autonomía indígena un deseo más profundo de segregarse del Estado central.

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El analista Alfredo Rangel, quien fuera senador de la república por el Centro Democrático durante el anterior periodo legislativo, considera que debe haber un equilibrio entre la justicia restaurativa y la punitiva, y bajo ninguna circunstancia la justicia indígena debe ser independiente.

“No estoy de acuerdo con la desintegración de Estado colombiano. Las comunidades indígenas hay es que integrarlas y no declarar una suerte de apartheid donde no pagan impuestos, no prestan servicio militar como todos los colombianos, no son sometidos a la justicia ordinaria. Los recursos públicos que son asignados a estas comunidades no tienen ningún tipo de control, esa no es una política de integración de esas comunidades que contribuya a la reconciliación”, afirmó Rangel.

Albeiro Gómez prepara unos tintos y cuenta que había 28 internos con él, pero que ya salieron cuatro compañeros. A todos los nombra por su apodo: Náder, Crucero, Crespo, el Mocho.

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También salió hace unos meses Paula Andrea Rojas, quien pagó una condena por rebelión. Mientras estamos de visita en El Guanábano, Paula Andrea detiene su moto frente a la portada, pasa a saludar y se queda tomando tinto.

“Estuve siete meses presa en Ibagué, en la Picaleña de mujeres, y dos años aquí –cuenta–. Acá habíamos dos mujeres, el resto todos eran hombres pero nunca nos faltaron al respeto a ninguna de las dos”.

Antes de irse, Paula empaca un panal de huevos sacados del gallinero, termina su taza de café y se despide de sus antiguos compañeros entre chanzas y abrazos. Nosotros nos vamos sorprendidos con esta cárcel sin rejas ni barrotes, donde quienes ya pagaron vuelven de vez en cuando a saludar.