Fernando Iregui, director de la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales.

DENUNCIA

ANLA: una crisis de autoridad

Pocas entidades influyen tanto en el desarrollo del país como la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales. Sin embargo, varios problemas de fondo tienen a esta institución en el centro de la polémica.

13 de abril de 2016

Desde su establecimiento en septiembre de 2011, la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (ANLA) ha sido foco de controversias. El decreto 3573 de ese año convirtió a la antigua Dirección de Licencias, Permisos y Trámites Ambientales en un organismo autónomo, independiente del Ministerio de Ambiente y con un presupuesto propio que prometía una gestión transparente.

Sin embargo, lo que en un principio parecía ser la solución definitiva para que el licenciamiento ambiental estuviera separado de los intereses privados, con el pasar de los años se ha convertido en una de las instituciones más controvertidas del sistema ambiental colombiano. Problemas como la aceleración del proceso de licenciamiento a través de las llamadas ‘licencias exprés’, los cambios en la condiciones laborales de los empleados y una visión de la directiva en la que no se ve el licenciamiento como un deber sino como un simple requisito; tienen a esta institución en el ojo del huracán.

(Vea: La polémica licencia de exploración petrolera en La Macarena)

El peligro del licenciamiento exprés

“Piense en los pasaportes: hace 15 años se demoraban un mes y hoy los entregan en horas. Lo que vamos a hacer en la ANLA es exactamente lo mismo, sin perder el rigor”. Esas fueron las palabras del ministro de Ambiente, Gabriel Vallejo, en entrevista el 19 de septiembre de 2014. Cinco días más tarde, el presidente Juan Manuel Santos firmó el decreto para acelerar los trámites de las licencias ambientales por medio del decreto 2041 de 2014, conocido como el de las licencias exprés. Este mandato reglamentó un proceso en el que las evaluaciones para negar u otorgar una licencia pasaban de durar 24 meses a solo 3.

Las licencias se implementaron desde que se expidió la Ley 99 de 1993 o Ley General Ambiental de Colombia. Con el paso del tiempo, el proceso de licenciamiento cambió hasta llegar a las licencias exprés que han hecho que ambientalistas y políticos adviertan al gobierno que este tiempo no alcanza para hacer un estudio serio de los impactos que puede tener un gran proyecto. El grado de preocupación es tal, que el senador Jorge Enrique Robledo aseguró en una dura carta al gobierno que “las licencias ambientales no existen para estorbarles a las empresas que hacen las cosas bien, sino para protegernos de las que lo hacen mal”. 

Sin embargo, al mismo tiempo que esto ocurría, en el seno de la ANLA crecía un problema complejo que incluso podría llegar a tener un mayor impacto en el licenciamiento: el cambio de condiciones a los contratistas, quienes se vieron en la penosa situación de entregar unos estudios en muy poco tiempo con la zozobra de si recibirían el pago total por el trabajo realizado.

Del pago directo al pago a destajo

Un emotivo discurso del director de la ANLA, Fernando Iregui, en la reunión de fin de año del 2014, llenó de confianza y optimismo a los cientos de contratistas vinculados de manera directa a la entidad, quienes otorgaban, evaluaban y monitoreaban las licencias de los proyectos de gran escala en el país. Las palabras de Iregui eran un respiro a las noticias de licenciamiento exprés que llenaban de incertidumbre el trabajo minucioso y detallado de los técnicos, para cambiarlo por formatos rápidos que no entorpecieran los nuevos tiempos de aprobación.

Pero a los pocos meses, se supo, en los pasillos de la entidad, que desde la dirección estaban pensando volver al sistema de uniones temporales. Esto se confirmó con unas declaraciones del ministro Vallejo, quien explicó que el problema de la ANLA era de procesos, que no era necesario contratar más gente sino generar diseños más eficientes. Ese, sin embargo, no fue el caso.

Meses más tarde los problemas empezaron a aparecer cuando la congresista Angélica Lozano, en mayo de 2015, escribió una carta al director de la ANLA en la que expresaba su preocupación por la reestructuración, ya que según ella la estrategia adoptada profundizaba “los graves problemas de subcontratación, de funciones misionales, que es bien sabido atraviesan a la ANLA”.

Iregui declaró en su momento que el nuevo modelo de contratación ya no le iba a pagar al contratista al final del mes hiciera o no su trabajo, sino que a través de un contrato de prestación se manejaría un modelo de “obra entregada, obra cancelada”. Una forma de contratación que ya había sido utilizada, con un total fracaso, por la dirección de Licencias, Permisos y Trámites Ambientales, entre los años 2008 y 2011. También, explicó que las uniones temporales estarían compuestas por tres profesionales: un biótico, un social y un físico. Estos contratistas son los que van a campo a evaluar los proyectos para luego emitir un concepto técnico en el que aprueban o niegan la licencia.  Ese concepto es el segundo de diez pasos necesarios para entregar una licencia y para que les paguen la totalidad de sus contratos.

Un año después de entrar en vigencia la contratación bajo el modelo de uniones temporales, el 26 de junio de 2015, Angélica Lozano envió un derecho de petición a la ANLA en el que solicitó todo tipo de información relacionada con las uniones temporales. La respuesta dejó claro cómo funcionan los pagos para cada unión: el primer pago es del 30% del total y se da cuando la unión temporal cargue al Sila (Sistema de Información de Licencias Ambientales) el concepto técnico elaborado. El segundo pago es del 50% y corresponde a la finalización del concepto técnico por los revisores técnicos. El tercer pago es del 15% y se hace cuando sucede la expedición del acto administrativo. El cuarto y último pago es del 5% y se da cuando se hace la liquidación del contrato.

Al repasar estas cifras aparentemente todo está bien. Los pagos se hacen a medida que el proceso va avanzando. Sin embargo, al ir al detalle, la realidad es otra.

Como los pagos se hacen “a destajo”, es común que los contratistas solo alcancen a cumplir el primer o segundo paso del proceso, lo que los deja solo con el 30% o 70% de su pago mensual. Un contratista que actualmente trabaja con la ANLA y que prefiere mantenerse anónimo dijo que, por lo general, reciben 2 millones mensuales o menos, a pesar de que un concepto para una licencia puede llegar a costar 200 millones de pesos.

Semana Sostenible tuvo acceso a la base de profesionales que han trabajado en las uniones temporales en los dos últimos años. En 2015 fueron 87 y en lo corrido de 2016 van 135. Estos números sobrepasan los de los empleados de planta que son, a la fecha, 69.

Un funcionario de planta de la ANLA, que también prefiere guardar anonimato, afirma que “el pago a destajo lo que hace es que muchos profesionales corran con la evaluación para poder completar en el mes todos los pasos y recibir su salario completo”.  Esto afecta, sin duda, el proceso del licenciamiento: si se pensaba que sacar una licencia en tres meses es exprés, en uno es impensable.

¿Un problema de visión?

En entrevista con Semana Sostenible, Iregui describió lo que él considera “un proceso de evaluación y licenciamiento ideal”. Su relato deja de lado uno de los pasos clave para asegurar la democracia y calidad del proceso: la instancia de participación.

“El proceso es así: el usuario hace la solicitud, se hace una evaluación preliminar de lo que presenta, si esta corresponde a los requisitos de ley supera esa etapa. Luego se evalúa de la documentación y el contenido inicial. En un escenario óptimo, se supera dicha etapa porque el estudio de impacto ambiental estuvo muy bueno. Los funcionarios presentan una visita de campo, regresan, hacen su concepto técnico. Se aprueba, van al abogado, se aprueba la licencia ambiental y todos contentos. Ese es el mundo ideal”.

En el mundo “ideal” del director de la ANLA no hay solicitud de información adicional porque no se necesita, tanto así que dichos conceptos “no son pagos”, según exfuncionarios. Es decir, todos los informes están hechos a la perfección. Esto viniendo de la cabeza del ente que entrega las licencias en el país preocupa, pues muestra que el problema tiene un origen más profundo.

No solo se trata de tiempos de entregas de las licencias o fallas en los modelos de contratación de los profesionales que verifican información en campo. También de posiciones concretas en las que la cabeza de la institución parece ir en contra de la misión de proteger los recursos ambientales del país y defender, en cambio, la simplificación de uno de los procesos que definen cómo será la Colombia del futuro. Todo lo anterior abre un interrogante sobre la calidad y la transparencia del licenciamiento ambiental en el país, porque de entrada si las licencias son un derecho y no una obligación, la gestión ambiental va a continuar en tremenda desventaja.