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COP 21

La promesa incierta del 20%

Colombia tendrá que hacer profundos cambios institucionales y en su modelo de desarrollo para cumplir los compromisos asumidos en la COP21, ¿Será capaz de realizarlos?

14 de diciembre de 2015

Por cuestionable que sea, el hecho de que en 1997 Estados Unidos no haya firmado el protocolo de Kioto fue una muestra de realismo político. El gobierno de entonces sabía que una reducción del 5% en sus emisiones contaminantes implicaba costosas transformaciones que no era capaz de liderar. Por eso, prefirió seguir siendo uno de los mayores causantes del cambio climático antes que asumir ante el mundo un compromiso que no iba a cumplir.

La anécdota viene a cuento a propósito de los anuncios de Colombia en la Conferencia de las Partes contra el cambio climático que acaba de terminar en París. El propio Juan Manuel Santos se comprometió ante más de 140 presidentes a reducir el 20% de las emisiones hacia el 2030. Aunque esta meta es irrelevante para limitar el calentamiento global a 2 grados centígrados, sí pone a prueba la seriedad de un país que aspira a entrar a la Ocde y a la Apec, y con ello ocupar un lugar destacado en el tablero internacional.

Colombia aporta apenas el 0,47% de los gases que causan el calentamiento global, la mayoría de los cuales provienen del consumo de combustibles fósiles y del sector agrícola y forestal. Esa fue la base para la definición de las contribuciones nacionalmente determinadas (iNDCs por sus siglas en inglés) que presentó Santos en París, algo así como el catálogo de instrucciones para llegar a la meta propuesta.

Ese documento contiene cerca de 50 medidas que deben ser aplicadas en ocho sectores de la economía nacional. Las más determinantes, sin embargo, se cuentan con los dedos de una mano. En ese sentido, la creación de un impuesto a las emisiones de carbono es una de las mayores apuestas del gobierno. De hecho, desde hace casi tres años viene realizando talleres informativos con los actores productivos para explorar sus posiciones al respecto.

Y el resultado no ha sido positivo. Como explica Carlos Herrera, vicepresidente de sostenibilidad de la Asociación Nacional de Empresarios (ANDI), “ese impuesto funcionaría si se alcanza un acuerdo global al respecto, lo cual no se ve tan claro en este momento. De lo contrario, aplicarlo no solo sería injusto sino nocivo para el crecimiento económico del país”.

En contraste, el coordinador de la Estrategia de Desarrollo Bajo en Carbono del Ministerio de Ambiente, José Manuel Sandoval, dice que los compromisos asumidos por Colombia en París son independientes del resultado de la cumbre. Aunque el gobierno es consciente de que las medidas se aplicarán de forma gradual, lo cierto es que, por lo pronto, esta iniciativa va a enfrentar una férrea oposición antes de convertirse en realidad. Y cuando se avecina una reforma tributaria estructural que promete controversia, no es probable que Santos se vaya a dar la pela de incluir un impuesto adicional que encarecerá los costos de producción en las industrias y los precios que pagan los usuarios por el transporte, entre otros rubros.

Para reducir las emisiones del sector energético están contempladas normas adicionales como esquemas de generación con fuentes no convencionales y la renovación del parque automotor a través de la chatarrización de vehículos viejos. “Estas propuestas se vienen trabajando desde hace un tiempo, pero sus resultados han sido escasos”, afirma Herrera.

A más de un año de su entrada en vigencia, la Ley 1715 de 2014 que estableció los criterios para la integración de las fuentes renovables al Sistema Energético Nacional no ha sido reglamentada. Y la política de chatarrización, por su parte, no ha logrado el objetivo. Según Juan Carlos Rodríguez, presidente del gremio de camioneros Colfecar, “desde que se expidió el decreto en 2005, solo han salido de circulación 19.000 camiones viejos cuando la meta era de120.000”.

Parar la deforestación: el gran reto

No hay duda de que la mayor preocupación de Colombia frente al cambio climático no es su aporte a las emisiones globales sino las amenazas que este representa para la vida de sus habitantes. Este es uno de los países más vulnerables: las inundaciones causadas por el Fenómeno de La Niña hace cuatro años y la intensa sequía que trajo El Niño son evidencias de ello.

Por eso, detener la deforestación es el principal desafío de Colombia. Según el Ideam, en 2014 desaparecieron 140.358 hectáreas de bosque, un área comparable al tamaño de Bogotá. La minería ilegal, la tala indiscriminada, la “potrerización” de terrenos para la ganadería, los cultivos de uso ilícito y los incendios forestales fueron las causas de esta catástrofe ambiental.

Estas fuerzas son tan poderosas que ni las alertas tempranas que genera el Ideam evitan la destrucción del bosque. El director de esa entidad, Ómar Franco, reconoce que este fenómeno ocurre en zonas previamente identificadas como de alto riesgo. A pesar del fortalecimiento de las leyes contra la minería ilegal, de los intentos por controlar el comercio de madera y de la erradicación de cultivos proscritos; el año pasado el número de hectáreas deforestadas aumentó en un 16% con respecto a las cifras de 2013.

Aunque el ministro de Ambiente, Gabriel Vallejo, volvió de París con la buena noticia de que Noruega, Alemania y Reino Unido aportarán 300 millones de dólares para ayudar a la reforestación, el problema es más difícil de resolver. La deforestación es consecuencia de todos los males que aquejan al campo colombiano, desde que existan 40 millones de hectáreas dedicadas a la ganadería cuando solo son aptas 12,5, pasando por la agricultura y la minería en los páramos, hasta que muchos parques nacionales estén llenos de coca. Sin olvidar que, según el Dane, el 42% de los habitantes rurales son pobres y el 18% vive en la miseria.

Por eso, investigadores como Ernesto Guhl afirman que la solución pasa por el establecimiento de unas normas claras en el ordenamiento de los usos del suelo. De hecho, los iNDCs sobre agricultura que se presentaron en la COP21 incluyen aspectos como “modelos más eficientes de uso de suelo” y “ordenamiento territorial”. El problema, como dice Guhl, es que “desde la Ley 99 de 1994 se le ordenó al Ministerio de Ambiente que creara un estatuto de usos del suelo, cosa que no ha ocurrido hasta el día de hoy”.

La coyuntura parece favorable para cumplir esta tarea postergada por tanto tiempo. Hay una coincidencia entre la oportunidad de cerrar un conflicto armado cuyas raíces y presencia son rurales, con la necesidad que genera el cambio climático de realizar cambios profundos en la manera como se entiende y se usa el territorio. Si bien esta no es la primera vez que un gobierno se compromete a liderar ese proceso, la visibilidad internacional producida por el anuncio de Santos frente a 150 presidentes en París puede ser favorable a este propósito. Al fin y al cabo para ser un país serio hay que empezar a cumplir lo que se promete.