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Ciertos privilegios

La vida en el norte de Bogotá, la zona que habitan las personas con mayores recursos económicos de la ciudad, ilustra la estupidez de la exclusión y la ceguera de las élites colombianas con respecto a lo público.

Carolina Sanín, Carolina Sanín
2 de noviembre de 2017

La economía de la exclusión implica que el excluyente queda necesariamente excluido; por una parte, aquellos a quienes excluye lo evitan a su vez (o le temen, o lo asedian real o imaginariamente) y, por otra parte, queda por fuera del conjunto más amplio de la experiencia que podría ser común a todos. La vida en el norte de Bogotá, la zona que habitan las personas con mayores recursos económicos de la ciudad, ilustra la estupidez de la exclusión y la ceguera de las élites colombianas con respecto a lo público. En un país en que lo público ha sido sistemáticamente descuidado y consuetudinariamente considerado como lo concedido a los pobres, los repartidores de lo público, creyendo que se quedan con la mejor parte —con “su” parte— se han privado de la participación en lo de todos y, con ello, de su experiencia de personas urbanas. Se han robado a sí mismos y se han precipitado a empobrecer su vida.

Salvo por tres o cuatro parques y algunas calles con sombra, donde este mes los jazmines y los caballeros de la noche dan olor, casi todo el norte de Bogotá es horroroso y sucio. Parece permanentemente cubierto con una mezcla de ceniza y grasa, y el aire es de humo. Tiene aceras (no como la mayor parte del sur, donde no las hay), pero están rotas y deshechas y son hostilmente altas (como si también de allí se quisiera excluir a la gente) gracias a los oficios de un alcalde que creyó que hacer obras era amontonar pavimento sobre el pavimento informe. La pobreza de la imaginación, el recurso ilimitado a la imitación, una noción infundada del lujo y la tendencia a la exageración han dado lugar a un laberinto rectilíneo y uniforme de paredes de ladrillo sin revocar, el material que en algún momento del siglo XX se oficializó como el mejor disfraz de la ciudad debido a la opinión de un puñado de arquitectos sobrevalorados —y a lo mejor (la pretensión todo lo hace posible), a la nostalgia de las ruinas pompeyanas—. La demolición es constante y estrepitosa. El sonido del norte es el de la máquina que derriba cada casa y cada edificio que refleje una idea o un estilo o que pueda inspirarle al transeúnte alguna pregunta sobre la intimidad y sobre el otro.

Lo más calamitoso de la vida en el norte no es, sin embargo, la fealdad del lujo sin valor, sino el encierro. A sus viviendas uniformes de uniforme ladrillo, los habitantes del norte solo pueden entrar si les abre la puerta un portero uniformado a quien en iguales medidas temen y menosprecian. De su zona les es difícil salir por los trancones (que afectan a los carrazos y a las carcachas por igual) y porque, así como los pobres, carecen de un transporte público eficiente. Los adultos ricos viven en una zona restringida de cuarenta cuadras. Sus hijos en cambio viajan lejos cada día, a los colegios privados de las afueras, donde llegan vomitados después de recorridos de una hora, que comienzan antes de las seis de la mañana. Los adultos viven acantonados, y los niños, en el campamento. Nadie en la ciudad.

En el norte ve uno los mismos comercios que se repiten de calle en calle: tiendas sin tenderos, que parecen no ser de nadie y podrían estar —y de hecho están— en cualquier otro lugar supuestamente privilegiado del mundo. Sus clientes son todos parecidos entre sí y quisieran también parecer de cualquier otro lugar del mundo. A veces en el norte solo parecen individuos los trabajadores de los habitantes del norte: los vendedores, los celadores, las empleadas domésticas, que llegan a la zona cada día después de recorridos tortuosos. Llegan de la ciudad al destartalado y costoso reducto norteño. Atraviesan avenidas, nombres y accidentes. Recorren curvas. Ellos, los que entran y salen, viven en una ciudad, a diferencia de sus patrones, que son los pueblerinos de ninguna parte.