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La Tierra plana

Había una especie de pensamiento mágico, la fantasía de un viento permanente que se llevaba lo que no servía y no se veía. Tirábamos y tirábamos cosas. Más o menos como hoy, solo que un poco más inconscientemente.

Carolina Sanín, Carolina Sanín
9 de septiembre de 2015

Tengo entendido que las maestras de primaria (digo maestras porque, al menos aquí, hay muchas más maestras que maestros en primaria, y enseñar a los niños sigue desafortunadamente considerándose una ocupación más femenina que masculina, lo cual no es el tema de esta columna aunque es importante) todavía enseñan que, hasta que Cristóbal Colón descubrió América, la gente pensaba que la Tierra era plana. Es misterioso que insistan en esa lección, cuya falsedad es muy fácil de descubrir. Para la época en que Colón planeó su viaje, y desde hacía siglos, cualquiera que se preciaba de saber algo —algo que no le afectase de modo inmediato— sabía que la tierra era redonda. No era un secreto, no era una doctrina oculta y tampoco era difícil de colegir para un observador agudo.

Por otra parte, es falso que con el descubrimiento de América la gente se haya enterado de que la Tierra es redonda. No sabemos todavía que la Tierra es redonda, pues no vivimos como si lo creyéramos. Saber que vivimos en un lugar redondo tendría ciertas consecuencias: seríamos conscientes de que todo camino es un camino de regreso, de que todo extremo de algo es su otro extremo, de que estamos contenidos, de que al otro lado del mundo hay otro yo como yo, y de que cualquier punto en el mundo es el otro lado del mundo.

Parece, sin embargo, que vamos aprendiéndolo. Cuando yo era niña, hace unas pocas décadas, sí que se ignoraba de plano que la Tierra era redonda. Se creía que la Tierra terminaba en el horizonte, en un vertedero hacia la nada, muy cerca del punto donde uno estuviera. Recuerdo que existía, por ejemplo, la noción de que el mar se llevaba la basura, como si se la pudiera llevar del mundo hacia un abismo inimaginable. Alguien me ha contado que no era solo con el mar; que algunas personas, al regresar de sus vacaciones en el campo, tiraban bolsadas de basura de varios días desde el carro o el bus a los cañones de los ríos. ¿Cómo suponían que los restos desaparecerían? Había una especie de pensamiento mágico, la fantasía de un viento permanente que se llevaba lo que no servía y no se veía. Tirábamos y  tirábamos cosas y envoltorios de cosas: todo el papel que se nos ocurría, todo el aluminio, todo el plástico. Más o menos como hoy, solo que un poco más inconscientemente.

    Quizás si uno se acordara a menudo de que vive en un mundo redondo que no es nunca abandonado por sus contenidos, del que nada se escurre, del que en realidad nada sale ni nada se va, sería más consciente también de su propio tamaño, de su propia duración. Paradójicamente, si uno se diera cuenta de su pequeñez, vería más lejos: alcanzaría a ver, por ejemplo, el porvenir del plástico que usa, que se convierte en sufrimiento, o la procedencia de la carne que come, que viene del sufrimiento. Se daría cuenta de que pasa con el sufrimiento de los animales lo que pasaba hace unas décadas con la basura: que se cree que no existe si no se ve; que se cree que desaparece del mundo. Se daría cuenta de que es desproporcionado que, por cuenta del capricho y la ignorancia del hombre, sufran incesantemente, innecesariamente, los otros seres y los hombres que no han nacido.

    Yo creo que el desperdicio —de cosas, de energía, de dolor— es lo más parecido a la locura. Al perder la noción de las proporciones, perdemos el sentido de la medida de nosotros mismos; nos hacemos incapaces de imaginar cómo somos, y dejamos de estar en donde estamos; dejamos de habitar el mundo. Es como si nos pasáramos a vivir en un reflejo o en un espejismo: en una tierra plana.