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Cuidar

La actitud de espectadores con que lamentamos la extinción suele conllevar la concepción del mundo como una colección y un gabinete de curiosidades.

Carolina Sanín, Carolina Sanín
13 de febrero de 2017

En uno de nuestros parques naturales, que visité hace no mucho tiempo, encontré un letrero en el que se advertía sobre el cuidado que debía tenerse con las tortugas marinas. En el letrero se decía que encender luces en la playa desorientaba a las tortugas y les impedía llegar a la orilla del mar, y al final: “Con su colaboración, las generaciones futuras podrán conocer estas especies”. Me pareció conveniente que se explicara por qué los visitantes no debían encender luces, pues es justo, para hacer el bien, saber cuál es la consecuencia de hacer el acto contraindicado. También me pareció bueno que se apelara a un interés de especie, a una hermandad con los demás humanos, incluso con los no nacidos, a quienes los que estamos vivos ahora y encendemos o apagamos luces no conoceremos. Para hacer el bien es necesaria la imaginación, y el letrero así lo admitía. Me pregunté, no obstante, si el “conocer especies” en el futuro o en el presente sería el motivo más persuasivo o el más noble para cuidar de las especies existentes y de sus miembros. Me parece que el incentivo de ver —en el presente o en el futuro— presupone que los humanos somos eminentemente espectadores y quizá no es el mejor para persuadirnos de adoptar una posición ecológica.

El letrero me hizo recordar la unanimidad —o la aparente o la casi unanimidad— con que nos condolemos de la extinción de ciertas especies de animales salvajes. A menudo me ha inquietado la actitud de espectadores con que lamentamos la extinción, pues suele conllevar la concepción del mundo como una colección y como un gabinete de curiosidades, y nuestra percepción de nosotros mismos como dueños o visitantes de esa colección.

Creo que para persuadirnos de que debemos cuidar del mundo y sus habitantes no humanos hay enfoques más efectivos, más fértiles y más verdaderos que aquel que nos define como observadores. Por una parte, podemos asumir que debemos ser considerados con las tortugas porque nosotros mismos somos ellas. Según esta perspectiva, el ser humano no es el guardián del jardín —o del desierto— del mundo, sino que contiene el mundo y lo integra dentro de sí. Si logro saber y sentir que todas las plantas, los animales y los minerales están en mí y me conforman, entonces cuidarlos es parte de mi naturaleza y no cuidarlos va contra mi interés y mi instinto. Si entiendo que me parezco y quiero parecerme a las tortugas marinas, que sus rasgos me conforman, entonces descubro que cuidarlas es cuidarme. Conocerlas no es conocer a otro, como un observador separado, sino que es conocer mi propio ser.

Por otra parte, podemos también hacer el intento aparentemente inverso —que en realidad no es inverso, sino complementario del anterior—: el de concebir las otras especies como lo ajeno, lo desconocido y lo incognoscible (a pesar de toda nuestra ciencia y de todas nuestras observaciones). Según esta perspectiva, no nos recomendamos cuidar de las tortugas para que otros como nosotros puedan conocerlas como las conocemos, sino que nos recomendamos cuidarlas y dejarlas quietas en su espacio, sin perturbarlas, pues nos son ajenas y extrañas, así como nosotros somos ajenos y extraños a ellas. Del reconocimiento de los límites deriva un respeto profundo y auténtico. Queremos que las tortugas puedan encontrar la orilla del mar, no para que sus generaciones futuras puedan ser vistas por las nuestras, sino para que puedan vivir su propia vida, como nosotros queremos vivir la nuestra.