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Del fin de la guerra con las Farc a la paz

El acuerdo firmado en La Habana representa un ejercicio simple y clave para nuestro futuro, pero complicado de lograr: escuchar al otro.

29 de junio de 2016

La semana pasada el mundo fue testigo de un evento memorable. El presidente de Colombia y el comandante de la guerrilla más vieja del país sellaron con un apretón de manos el fin de esa guerra. La imagen, más allá del ruido mediático con la que la vendieron, tiene enorme poder simbólico. Representa un ejercicio simple y clave para nuestro futuro, pero complicado de lograr: escuchar al otro.

Para una gran mayoría la imagen resultaba alentadora, esperanzadora si se quiere, pero para otros fue nefasta. Se sabía que el sector de la extrema derecha iba a saltar de la piedra y así lo hizo. Los medios no habían acabado de transmitir las imágenes y sonidos de lo sucedido en La Habana, y ya Álvaro Uribe leía acongojado un aburridor lamento, donde repetía 15 veces la frase: “La paz está herida”.

Sus seguidores, medios incluidos, hicieron eco de sus palabras. Obsesionados como están con el supuesto triunfo del castrochavismo, los buenos uribistas del promedio creen que el único problema del país son las Farc. Miopes como son, no pueden distinguir con claridad el panorama frente a sus ojos y repiten una y otra vez, como un mantra cansón, los sustantivos que usan como argumentos: ‘Paz-sin-impunidá’, ‘Farc-santos’, ‘Castro-chavistas’, ‘Narco-terroristas’. No cambian, no innovan. La fuente de todo, el senador Álvaro Uribe, que fue incapaz de terminar la guerra siendo comandante en jefe, y que ahora pide entre estertores que la termine otro por él, tampoco innova porque sabe que la retahíla es efectiva, que una mentira repetida cien veces puede empezar a sonar como verdad.

Sin embargo, y aunque me resulte incómodo, he de reconocer que el Senador representa la opinión de miles de conciudadanos, compañeros en la misma ilusión que llamamos Colombia. Y si queremos vivir en paz en algún momento de nuestra historia, debemos entender y apropiarnos del símbolo de lo sucedido la semana pasada en La Habana: aprender a escucharlos, a escucharnos.

Eduardo Galeano escribió alguna vez que nuestro mundo está organizado para el desvínculo, “donde el otro es siempre una amenaza y nunca una promesa”. Supongo que si queremos cambiar la realidad que refleja esa premisa, el buen uribista promedio ha de convertirse en una promesa.

Escuchar no significa adoptar y el derecho que yo tengo de escribir estas líneas, de decir lo que me venga en gana, es exactamente el mismo que tienen los uribistas de expresar su intolerancia rampante, de darle eco a su falta de entendimiento. Pero hay que intentar hallar valor en su arrogancia, tratar de comprender qué los impulsa. Sólo con el debate de argumentos y sin el ruido ensordecedor de la metralla de fondo, podremos entendernos y hacer de este berenjenal el gran “vividero” que nos han vendido desde siempre.

Sin embargo, aún falta tiempo para que callen los fusiles. Les recuerdo que si se acaba la guerra con las Farc, quedan varios ejércitos para escoger: Paramilitares, ELN, EPL, delincuencia común. Esto es apenas el inicio de un largo camino.

El gobierno de turno y los venideros tienen la enorme responsabilidad de ofrecer a su gente una nación que los haga dignos. Honrar el pacto sellado. Hacer valer la palabra. Darle garantías a los alzados en armas para que las depongan y juzgar a los criminales que sólo quieren delinquir. Nosotros como sus electores tendremos que fiscalizar y velar porque así sea. Pero no es nuestra única responsabilidad. Más importante que hacer oír nuestra voz frente a quienes ostentan el poder, resulta apropiarnos de lo que significa vivir en paz.

A los viejos no les pidamos nada, están de salida en este mundo y para algunos de ellos ya es tarde para cambiar un resentimiento masticado por décadas por el sabor de la esperanza incierta. Pero los adultos, los jóvenes y quienes están educando niños tenemos en nuestras manos la posibilidad de rebelarnos de una buena vez al sino trágico que la historia parece habernos impuesto.

Y eso empieza desde el hogar, desde nuestra actitud en las calles, con el otro. Escucharnos y respetarnos, principios básicos de la convivencia entre ciudadanos, son las armas más efectivas para salvarnos de este atolladero. Si comprendemos que la paz no se hace con pajaritos blancos, sino dando el paso en nuestros autos, o al abordar un bus, sin putearnos ni querer matarnos por un desencuentro cualquiera, podremos abrazar esa palabrita. Así, de pronto, la herida que por razones envidiosas le vieron algunos oportunistas a la paz, pueda sanar para siempre.