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El país de los carteles

La mayoría de “carteles” no los conforman oscuros y sanguinarios delincuentes, la mayoría de estas organizaciones son conformadas por gente egresada de las mejores universidades del país, que además no siente culpa alguna por su accionar.

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7 de julio de 2016

Este fin de semana salió a la luz pública una de esas noticias tan nuestras. La cosa fue así: durante los últimos tres años, la Gobernación de Córdoba pagó la medio bobadita de 50.000 millones de pesos a IPS ficticias, de papel, creadas para la ocasión, por concepto de medicamentos para la hemofilia, una rara condición médica que impide que la sangre coagule y hace que quien la padece bien pueda morir desangrado por una cortada doméstica. 

La noticia está en que no solo las entidades de salud eran falsas, pues coincidencialmente se crearon el mismo año en que empezaron a  facturar en Córdoba, con capitales que no superaban los 1.000 millones de pesos y al año siguiente ya facturaban más de 40.000 con sus supuestos pacientes, sino que en ese departamento no existían tales enfermos.

El Manual de Pediatría Ambulatoria habla de un caso entre 20.000 a 30.000 sujetos, sin embargo, de buenas a primeras para el 2013 aparecieron 43 enfermos y para el año siguiente la cifra se duplicó. Sobra decir que nunca hubo enfermo que recibiera tratamiento alguno. Los exámenes, como las firmas médicas y los pacientes resultaron todos falsos. La Contraloría tiene en su poder suficientes pruebas como para suponer que detrás de este caso hay una mafia que encontró en la hemofilia su idea del millón de dólares.

El “cartel de la hemofilia” se suma al de los refrigerios, el de los pañales, el del papel higiénico, el de las ambulancias, el de los cuadernos, el de la chatarra, el de las toallas higiénicas y el de la contratación. En nuestro país para hacer fortunas de manera inmediata y fácil, traficamos desde basura, hasta medicamentos, pasando por papel higiénico o útiles escolares. Todo vale. Todo se puede vender, con todo se puede trampear.

Las mafias, distinto a lo que creemos, no las conforman únicamente los narcotraficantes. De hecho, la mayoría de “carteles” que mencioné no los conforman oscuros y sanguinarios delincuentes que trabajan en un sótano escondidos. No. La mayoría de estas organizaciones criminales, son conformadas por gente divinamente, egresada de las mejores universidades del país, que además no siente culpa alguna por su accionar.

¿Qué empuja, aparte de la ramplona avaricia, a personas con sueldos ya millonarios a robarse hasta el agua de los floreros? Sencillo: la cultura de la trampa. De pequeños lo primero que nos enseñan es hay que ser vivos, avispados, despiertos y por eso se refieren a que de los dos caminos para llegar a un punto cualquiera, siempre hay que escoger el más corto, el más fácil, aunque sea ilegal.

La trampa está tan arraigada en nuestro código cultural que hasta se naturaliza, ¿devolver las vueltas? Qué pendejo. ¿Pagar el pasaje si se podía meter? Qué güevón. ¿Cobrar lo justo, sin inflar los costos? Qué dormido. Por eso, ya no causa extrañeza que un grupo de delincuentes cree una falsa red de atención médica para enfermos que no existen. Ni siquiera hay indignación, ni mucho menos sanción social. Solo una anécdota que se suma a una larga lista de casos que demuestran que este país naufraga en la corrupción. Y si aún alguien quisiera pensar en cómo sacar la cabeza de este desbarrancadero, tendría que saber que  si no renunciamos a este capital cultural tan nuestro, el de hacer trampa hasta para pagar un almuerzo (yo lo hice alguna vez y me avergüenzo por ello hasta hoy, años después, mientras escribo estas líneas) pues estaremos condenados a vivir en el país de los carteles.