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La otredad de la naturaleza

¿Qué tan plausible es la aplicación de este principio de alteridad al establecimiento de una relación armónica y respetuosa de la humanidad con la naturaleza? Si en efecto hemos logrado distinguirnos tanto de la naturaleza como para considerarla como 'lo otro', deberíamos aceptar el verdadero valor de la diferencia.

Natalia Borrero,
3 de febrero de 2019

Uno de los más grandes obstáculos en la gestión de la biodiversidad es la percepción generalizada de la naturaleza como un ente ajeno a los seres humanos. Esta noción, cuyo origen se remonta a los albores de la civilización occidental, permea todos los ámbitos e incluso se trasluce en el lenguaje de las mismas iniciativas conservacionistas, que con frecuencia formulan sus propósitos y visiones como variaciones alrededor del tema de “salvar la naturaleza”, como si nuestra especie no formara parte de ella y los ecosistemas, los seres vivos de todo tipo y los procesos ecológicos y evolutivos fuesen cosas que ocurren por fuera de la civilización.

Habida cuenta de la prevalencia de este divorcio, tal vez valga la pena explorar la posibilidad de buscar, en la supuesta otredad de la naturaleza, una oportunidad de remendar la relación de la sociedad con su entorno. Después de todo, como lo planteó Emmanuel Lévinas en su pensamiento ético, enfrentar el rostro del otro permite reconocerse en la diferencia, pues su presencia nos interpela y nos hace alternar su perspectiva con la propia. Y esto brinda una oportunidad de entendimiento y, eventualmente, genera un sentimiento de compromiso.

Pero, ¿qué tan plausible es la aplicación de este principio de alteridad al establecimiento de una relación armónica y respetuosa de la humanidad con la naturaleza? Si en efecto hemos logrado distinguirnos tanto de aquella como para considerarla como LO OTRO, deberíamos tener el valor de mirar su cara y aceptar, en esa mirada, el verdadero valor de la diferencia.

Consideremos, por ejemplo, las implicaciones que tiene la distinción convencional entre lo “natural”, entendido como todo aquello en lo que la nuestra agencia no ha tenido intervención y lo que consideramos propio del ámbito humano. Suponiendo que los espacios urbanos, en donde vive más del 70% de la población mundial, son diseñados, construidos y mantenidos exclusivamente por nosotros, mientras que lo que queda por fuera de ellos está dominado por fenómenos en los cuales no intervenimos, debería conmovernos la multiplicidad de interacciones de un mundo con el otro.

Para empezar, todas las materias primas que utilizamos para construir el mundo a imagen y semejanza de nuestros deseos civilizatorios son provistas por ese otro que es la naturaleza. Como lo son también el aire que respiramos, el agua que bebemos, los alimentos que nos nutren, las fibras que nos visten y todos los procesos que hacen posible la renovación continua de los materiales necesarios para el bienestar de la sociedad.

De otro lado, el producto de las actividades que llevamos a cabo los humanos en esas burbujas construidas por nuestro ingenio “por fuera” de la naturaleza es devuelto a ella tarde o temprano. Las aguas servidas de nuestros domicilios sistemas agropecuarios e industrias, los residuos sólidos y líquidos, los gases y elementos particulados liberados a la atmósfera por procesos agrícolas, industriales y maquinarias, las emisiones de calor de todos nuestros procesos. Y, por supuesto, nuestra propia biomasa una vez dejamos de existir.

Como es evidente, este intercambio múltiple no es exactamente una muestra de reciprocidad. Mientras el primero hace posible la existencia de la especie humana y el bienestar de la sociedad, el segundo produce una serie de impactos que, con frecuencia, ocasionan el desmedro de los sistemas de soporte de la vida en la Tierra.

El mensaje de esa mirada al rostro de ese otro que es la naturaleza es entonces claro y demanda una respuesta, un compromiso. Si nos empeñamos en el mantenimiento de esa distinción, estamos frente a una exigencia ética como es la de equilibrar la balanza y procurar que, así como nos beneficiamos de sus bienes y servicios, nuestra retribución sea lo menos negativa posible.

Pero si por el contrario descubrimos en este examen que en realidad la humanidad no está separada del resto de la naturaleza, nos encontramos frente a una cuestión de simple supervivencia: de continuar actuando como lo hacemos, tomando de ella más de lo que puede darnos y devolviendo a cambio impactos que no le es posible asimilar sin perder su esencia, estaremos recorriendo un camino que no tiene retorno.