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La paz venidera

La paz no se construye ni se procesa; se encuentra. Está en la observación. No atañe a nuestra labor narrativa, sino a nuestra dimensión poética.

27 de abril de 2016

Que se llegue a un acuerdo con la guerrilla de las Farc, que se conceda un indulto, o medio indulto, que se depongan las armas, o algunas armas, que oigamos muchas de las infinitas versiones posibles de lo que le pasó a nuestra nación en las últimas siete décadas, que nazca un nuevo partido político, que haya una fecha en la que se afirme y se firme que un tiempo ha pasado y que otro tiempo ha llegado, y que luego se celebre de año en año esa fecha que habrá dado paso a un nuevo periodo histórico: todo eso está muy bien. Todo eso nos ayudará a pasar a un capítulo siguiente, a cambiar la trama y el énfasis de la historia de nuestra vida en común; nos ayudará, en suma, a seguir haciendo que pase el tiempo, y con ello nos hará cumplir con nuestra labor narrativa, que es una parte importante de nuestra labor humana. Si se reduce el número de muertes violentas, se habrá hecho mucho. Si además se hace una reforma agraria tendiente a generar una sociedad más equitativa, aún mejor: ya no solo cambiaremos de capítulo, sino que entraremos en el capítulo siguiente con la promesa de un cambio en el escenario y los personajes; con la promesa de que la historia será más coherente.

No obstante, el cambio no es la paz. Ni la redacción de una nueva constitución sería la paz. Ni mil perdones son la paz. Ni siquiera el establecimiento de la justicia social, si alguien supiera qué significado puede tener dentro del capitalismo, sería la paz. Ni la solución de los problemas ni la satisfacción de los deseos son la paz. Ni siquiera la concordia es la paz. Ni siquiera la salud. Ni cien años de paz serían la paz.

La paz no pasa, en el sentido de que no adviene en el tiempo ni desaparece con el paso del tiempo. La paz está por fuera de la narrativa y por fuera, también, del drama. No es posible decir que habrá paz y, mucho menos, que se construirá la paz. Decir y pensar que la paz es la ausencia del conflicto es incurrir en una mentira que estigmatiza y genera violencia, como ya lo explicó Yolanda Reyes en su columna ‘Celebración del conflicto’ y es, además, comparable a decir que el bien es la ausencia del mal. La paz es un concepto absoluto, no relativo. No depende de la guerra.

Al usar las expresiones “proceso de paz” y “construcción de paz” en nuestro lenguaje cotidiano estamos siendo complacientes con un sueño de niños manipulados. No hay paz “después de”. En medio de la guerra, que continuará día a día en la vida de todos después de firmados los acuerdos, y que continuará después de la próxima Constitución, y después de la que le siga a esa, ya está la paz. No se construye ni se procesa: se encuentra. Está en la observación. No atañe a nuestra labor narrativa sino a nuestra dimensión poética.

No va a haber paz ni ha habido paz, pues la paz es solo posible en el presente. Hay paz: aquí. La paz “cuando aprendamos” o “cuando nos hayamos perdonado” o “cuando hayamos firmado los acuerdos” constituye una contradicción en los términos, pues la paz es incondicionada. En la paz no existen los acuerdos ni las negociaciones ni las responsabilidades. No existen tampoco el comercio, ni la propiedad ni la privacidad. La paz está en la utopía pero también está en todas partes; en el otro instante que está en cada instante y en la otra parte que está en cada parte.

Hablemos, entonces, del cambio. Comprometámonos con el alivio de nuestro dolor, con el mejoramiento de nuestras condiciones materiales y con la reducción de nuestras torturas, pero no hablemos de la paz, de la que no puede decirse nada. Quizás entenderlo nos dé humildad y perspectiva, y quizás entender que nunca va a haber un tiempo de paz nos ayude a ver que la paz no se ha ido y a encontrarla fuera del tiempo, en el instante que no pasa, que es la salvación y que es cada instante.