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Los que pueden perdonar

Decimos que los niños son inocentes. Los niños, sin embargo, pueden dañar y sentir culpa por ello; una culpa siempre demasiado dolorosa y angustiante, demasiado pesada.

Carolina Sanín, Carolina Sanín
26 de septiembre de 2016

Algunos, o quizá todos, recordamos el instante de punzante placer que sentimos cuando, siendo niños, hicimos un daño. En sus Confesiones, Agustín confiesa el “fastidio con la justicia” y el deleite de “ser malo en balde” que lo llevaron a robar de un árbol unas peras que ni siquiera se veían apetitosas. Otros recordamos ese momento en que, encontrándonos ante un objeto nuevo, emocionante y complejo, decidimos averiguar cómo se estropeaba. Algunos dirán que la acción destructora era la respuesta frustrada a una pregunta sobre el objeto; que, como no podíamos explicarnos cómo funcionaba, optábamos por romperlo, buscando entender. Ya obedeciera a un impulso científico o a uno perverso, el acto era satisfactorio y daba una sensación de poder. Y, enseguida, era insatisfactorio y revelaba la propia impotencia.

Por ignorancia y por incuria —y también por curiosidad—, los colombianos hemos destruido la naturaleza, hemos hecho invivibles nuestras ciudades, hemos demolido nuestra mejor arquitectura, hemos ensuciado nuestros mejores esfuerzos y hemos dado marcha atrás en nuestros avances sociales. “Escupir para arriba”, lo llamaba mi abuelo.

Veo patente el impulso de dañar en quienes tienen la intención de votar por el No en el plebiscito de la paz. Con su negativa manifiestan la decisión de romper un objeto complejo, nuevo y emocionante, el acuerdo al que nos han conducido los últimos cuatro años y los últimos cincuenta años y los últimos doscientos años. Desde luego, no entendemos bien cómo funciona ese objeto, y eso provoca frustración. Pero después de dañarlo, tampoco vamos a verlo funcionar.

El otro lado de la inocencia no es la culpa, sino la experiencia, que hace que nos llenemos con el mundo. La experiencia no conduce necesariamente a que sepamos cómo funcionaba el objeto que dañamos cuando niños. Conduce, en cambio, a la confianza: a que podamos creer que, sin que lo dañemos, si lo observamos, cada objeto nos enseñará algo sobre él mismo, sobre los otros objetos y sobre nosotros.

Yo no creo que la paz política sea la paz real, como dije en otra columna en esta revista. Creo, sin embargo, en la necesidad del fin de la guerra: para que nuestra historia pase a otro momento, pueda continuar y podamos contárnosla; para que podamos acceder a nuestra propia experiencia, es decir, podamos hacernos adultos.

Antes que pensar en la paz, que no aspiro a entender —pero que, no por eso, quiero dañar—, prefiero confiar en la integración. Me entusiasma imaginar que los que vivieron en la selva y en la separación pasarán a vivir con los otros. Quiero que, al oírlos, aprendamos sobre nosotros lo que no hemos podido aprender. Concebir la paz como una integración de nuestras partes rotas es aceptarla como una oportunidad de formación de nuestra identidad.

La nueva experiencia que tras el Proceso de Paz determinará nuestro ser colombianos será la del perdón. Esa experiencia nos hará mayores pues nos obligará a ver que hemos sido perdonados incontables veces. (“Somos adultos por todas las mudas respuestas, por todo el mudo perdón de los muertos que llevamos dentro”, escribió Natalia Ginzburg).

Asumamos que somos los perdonados y seamos los que pueden perdonar. Que nos distinga y nos dignifique este nuevo atributo, y que en él nos reconozcamos unos a otros, no como inocentes, sino como gente probada.