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Naturaleza virtual y la extinción de la experiencia

Si queremos una verdadera apropiación de la naturaleza por la sociedad, es preciso facilitar la creación de vínculos duraderos a través de experiencias directas en áreas protegidas, corredores de conservación y zonas verdes urbanas y periurbanas.

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1 de febrero de 2017

La primera semana de este año, Martin Hughes-Games, columnista del diario The Guardian, señaló que la famosa serie televisiva Planeta Tierra, de la BBC, había hecho muy poco por la conservación de los ecosistemas y la vida silvestre. Según el autor, en lugar de incrementar en el público la sensación de urgencia por defender el patrimonio natural, este documental ha contribuido a generar la idea de un planeta que aún logra mantener sus más valiosos tesoros naturales a pesar de los desmanes de la civilización.

Una preocupación semejante, aunque de sentido contrario a la anterior, es planteada por Stephen Cristopher Queen en su libro acerca de los dioramas del museo de historia natural de Nueva York. Cada una de estas “ventanas a la naturaleza” fue creada para despertar en el público la empatía hacia la conservación de estos paisajes y sus habitantes, pero cabe preguntarse si lo han logrado, o apenas han conseguido sembrar la nostalgia por un mundo perdido y remoto.

A pesar de sus despliegues tecnológicos, su precisión científica y su minuciosa atención al detalle, la respuesta del público ante estas representaciones fue, en efecto, limitada. Por una parte, estos instrumentos mantienen y recrean la alienación de la humanidad con el mundo silvestre. Mientras los televidentes observan una naturaleza cautiva en la pantalla, los visitantes de un museo contemplan escenas congeladas en los confines de una vitrina. Y por otra, ni los dioramas ni los documentales son capaces de transmitir el valor intangible del contacto primario entre el observador y el objeto observado.

Como norma general, los conservacionistas tenemos una conexión profunda con los paisajes, ecosistemas y especies a los cuales hemos consagrado nuestros esfuerzos. Este vínculo se logra a través del privilegio de presenciar, en vivo y en directo, las escenas que se representan en los documentales y los dioramas. Detrás del compromiso de cada conservacionista hay una historia de exploración y búsqueda, de experiencias sensoriales, de afanes y sudores que encuentran su recompensa en las epifanías irrepetibles de entrar en comunión con ese otro multiforme que es la naturaleza.

Una relación como esta difícilmente puede conseguirse mediante la contemplación pasiva de una naturaleza virtual. Cuando los dioramas se hicieron populares, por allá en los años 30 y 40 del siglo pasado y aún dos décadas después, cuando los documentales de naturaleza empezaron a transmitirse en televisión, era muy común que cualquiera hubiese tenido algún tipo de contacto primario con la naturaleza. Pero a medida que la población mundial inició su tránsito inexorable hacia la vida urbana, la proporción de espectadores con esos antecedentes se hizo cada vez menor, dándose inicio entonces a lo que algunos autores han denominado la extinción de la experiencia.

No es sorprendente entonces que el impacto de estas herramientas de difusión sobre la conservación sea reducido. Sin desconocer su innegable contribución a la documentación de lugares, especies y fenómenos irremplazables y a la creación de algún grado de sensibilidad de la ciudadanía hacia la biodiversidad, quizás es demasiado ambicioso pretender que sean ellas las llamadas a crear un imaginario de conservación.

En los albores de la sexta extinción en masa, la creación de una conciencia ambiental colectiva no debe depender del encantamiento temporal de los espectadores de museos o de los televidentes. Las emociones que despierta cualquier espectáculo en un público bombardeado constantemente con toda clase de información son tan efímeras que pueden borrarse tan pronto abandona una sala de exhibición u oprime el interruptor de su TV.

Si queremos una verdadera apropiación de la naturaleza por la sociedad, es preciso facilitar la creación de vínculos duraderos a través de experiencias directas en las áreas protegidas, los corredores de conservación y las zonas verdes urbanas y periurbanas. Al fin y al cabo, estos espacios no solamente son salvaguardas del patrimonio natural amenazado, sino el último puente que nos conecta con nuestra esencia biológica.