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Paradojas urbanas

Que la población urbana mundial haya sobrepasado a la rural, desde 2008, exige mirar las tendencias de urbanización global como parte de los retos y oportunidades de la conservación de la biodiversidad.

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26 de octubre de 2015

Los conservacionistas nos hemos empeñado en huir de las ciudades por considerar que éstas representan el extremo opuesto a la naturaleza. A pesar de que estas consumen enormes cantidades de recursos y generan impactos negativos, cuyo alcance geográfico va mucho más allá de las áreas metropolitanas. El simple hecho de que la población urbana mundial haya sobrepasado a la rural desde 2008 exige que miremos las tendencias actuales de urbanización global como parte del abanico de retos y oportunidades que enfrenta la conservación de la biodiversidad.

Según los cálculos de las Naciones Unidas, para 2050 64 % de la población del mundo en desarrollo y 86 % del mundo desarrollado serán urbanas. Esto significa que alrededor de tres mil millones de personas habitarán las ciudades y que 80 % de la población mundial vivirá en los centros urbanos de Latinoamérica, Asia y África. Además de los problemas que generará este fenómeno masivo de crecimiento y movilización poblacional para los planificadores y para las administraciones municipales, la demanda de agua potable, alimentos, fibras y energía por una multitud con patrones de consumo mucho más intensos que los rurales, se traducirá en un impacto desmesurado sobre la base de recursos y por lo tanto, en un enorme reto para el manejo sostenible de los territorios que los surten.

Pero este desafío es, al mismo tiempo, una de las más grandes oportunidades para incrementar la eficiencia de los sistemas de producción y distribución que sostienen la vida en las ciudades. Al fin y al cabo, la concentración de miles de personas en un espacio reducido facilita, al menos en teoría, su acceso a los bienes de consumo, reduce los costos energéticos de transporte y focaliza la producción de desechos en áreas más reducidas. Estas condiciones ofrecen la posibilidad de reducir la huella ecológica de las ciudades sobre los paisajes circundantes, en la medida que accedan preferencialmente a los productos generados en ellos.

Si tenemos en cuenta que el crecimiento de la población urbana no es solamente un fenómeno demográfico sino también el resultado de la migración de habitantes del campo hacia las ciudades, esto significa que mientras aquellas crecen, la densidad de ocupación de sus espacios periféricos disminuye. Según estimaciones recientes, todos los asentamientos urbanos del mundo ocupan menos del 3 % de la superficie terrestre del planeta. Y aún con las proyecciones menos optimistas, a mediados del presente siglo el área ocupada por las ciudades no llegaría al 10 %, liberando de esta forma vastas áreas para la producción de alimentos y para la conservación de la biodiversidad.

Sin embargo, esta oportunidad no es uniforme alrededor del mundo. En muchos países desarrollados el crecimiento de las ciudades ha traído consigo el fenómeno de la ocupación de baja densidad de los espacios periurbanos, muchas veces en terrenos de vocación agrícola o acorde con procesos de conservación, cuando las clases más pudientes buscan vecindarios menos congestionados. Esta tendencia, que empieza a replicarse en los países en desarrollo a medida que incrementa la afluencia de sus habitantes, claramente limita el potencial de recuperación de espacios silvestres en beneficio de la conservación.

Si se salvaguardan los determinantes ambientales del territorio, este proceso de colonización progresiva de espacios alrededor de las ciudades ayudaría a configurar una zona amortiguadora de los impactos urbanos sobre el entorno rural. Sus zonas verdes y rondas hídricas podrían servir como conectores entre los espacios silvestres y los remanentes de coberturas vegetales de las ciudades. Así articulados, los cinturones periurbanos podrían contribuir a mantener la provisión de servicios ecosistémicos de soporte y regulación, tales como el mantenimiento de la limpieza del aire, el control de inundaciones, la filtración de aguas servidas, la protección contra sequías, el reciclaje de nutrientes y el mantenimiento de poblaciones silvestres.

Este último servicio puede llegar a ser un aporte fundamental de las ciudades a la conservación de la biodiversidad. Algunas especies silvestres encuentran ventajosa la proximidad de los seres humanos, o son favorecidas por el manejo artificial deliberado. En el caso de especies raras o vulnerables, las ciudades pueden ser refugios importantes y si logran conectarse con hábitats naturales en su periferia, podrían incluso ayudar a repoblarlos.

Existen suficientes razones para revaluar la dicotomía ciudad – naturaleza frente al sombrío panorama de una sexta extinción masiva de especies. Aunque un reto de esta magnitud puede parecer imposible, debemos atrevernos a apostar por un manejo del territorio en el que los espacios urbanos complementen los aportes de las áreas rurales y silvestres. Y mientras mejoramos el bienestar de la sociedad, estaríamos facilitando su reconexión con la naturaleza.