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Semillas al viento

Desde siempre, la ceiba ha prestado invaluables servicios a quienes viven a su alrededor. Además de la sombra generosa que en el pasado fue sesteadero favorito de las vacas y que hoy refresca las calles, el árbol ha jugado muchos otros papeles en la ecología.

Angélica Raigoso Rubio
29 de mayo de 2020

El sol de la tarde golpea inclemente la larga pared del supermercado junto a la cual hacemos fila una docena de personas, manteniendo la distancia reglamentaria. Avanzamos muy despacio, pues es preciso esperar a que salga de la tienda un cliente, con sus compras, para que ingrese el siguiente. La luz reverbera en el parqueadero medio vacío y el azul del cielo es casi perfecto: en él hay solo un par de nubes que se deshacen con el calor.

Miro el reloj y empiezo a desesperarme ya que apenas he avanzado un par de puestos en la media hora que llevo en este resistero. Y entonces percibo unas grandes motas algodonosas que flotan en el aire. Junto al semáforo de la esquina se asoman los enormes brazos de una ceiba y de ellos se desprenden, uno a uno, los copos leonados que viajan impulsados por la brisa vespertina. 

El árbol es enorme, lo que hace presumir que debe tener más de cien años. Eso significa que germinó en algún potrero de la hacienda que hoy ocupa esta zona residencial y que empezó su larga existencia en un paisaje bien diferente al que conforman las amplias avenidas, los edificios de apartamentos y el supermercado al que aún no logro entrar.

Desde siempre, la ceiba ha prestado invaluables servicios a quienes viven a su alrededor. Además de la sombra generosa que en el pasado fue sesteadero favorito de las vacas y que hoy refresca las calles, el árbol ha jugado –y todavía lo hace– muchos otros papeles en la ecología de su ambiente. 

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Su dosel es sustrato de líquenes, musgos, helechos, bromelias, cactus y otras plantas, que aquí encuentran las condiciones adecuadas de iluminación y humedad para desarrollarse. Y todas ellas convierten las grandes ramas en percha, refugio y alimento para una gran diversidad de animales. 

Es muy probable que este ejemplar no hubiera sido plantado por nadie y que su llegada al sitio fuera el resultado de un evento de dispersión como la que presencio en esta tarde. Al igual que muchas otras plantas de amplia distribución, la ceiba produce una gran cantidad de semillas envueltas en fibras livianas que son fácilmente atrapadas por la más leve brisa y transportadas a grandes distancias. 

Gracias a este mecanismo, las nuevas plántulas pueden crecer lejos del árbol paterno y así incrementan la probabilidad de tener menos competencia por la luz y los nutrientes que requieren para su desarrollo. Esta es una estrategia muy adecuada a las etapas tempranas de la sucesión vegetal y por eso es frecuente encontrar a las ceibas en las orillas de grandes ríos, que son terrenos en permanente cambio.

Sin embargo, este tipo de dispersión –llamada anemófila en jerga biológica– tiene sus limitaciones. Al viajar impulsadas por el viento, muchas semillas van a parar a sitios totalmente inadecuados para germinar o para que una pequeña plántula crezca hasta convertirse en un árbol adulto. Por esta razón, las especies que han adoptado este mecanismo deben fructificar profusamente. Una sola ceiba produce entre 500 y 4000 frutos cada año, cada uno de los cuales contiene hasta 200 semillas. 

Un pequeño grupo de copos se pierde a lo lejos justo cuando el vigilante del supermercado me anuncia que es mi turno de entrar a la tienda. Y mientras trato de completar la lista de provisiones, no puedo menos de seguir pensando en las motas cargadas de semillas. ¿Será que alguna de ellas es capaz de cumplir su cometido?

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Dada la concentración de edificaciones en un amplio radio, es bien poco probable que este esfuerzo reproductivo tenga un feliz resultado. En el mejor de los casos, alguna semilla logrará llegar a orillas del río Cauca, por fuera del perímetro urbano, en donde los fértiles suelos de sus barrancos podrían ofrecerle un sustrato adecuado.

Termino la compra y a medida que circulo a lo largo de la avenida, contemplo los viejos samanes, orejeros y chiminangos, cuyas biografías son similares a la de la ceiba que inspiró estas notas, pues la ciudad, en su expansión, aprovechó además de las dehesas, algunas carreteras arboladas para trazar su red vial. 

A diferencia de la ceiba, que depende del viento para esparcir su simiente, ellos se sirven de otros mensajeros. Sus frutos contienen menos semillas, pero estas son más grandes y están envueltas en una pulpa que muchas aves y mamíferos encuentran de su gusto y que, al consumirla, las dispersan lejos del árbol que las produjo. 

Así, en medio de los edificios, en los parques, antejardines y separadores de las grandes avenidas la vida continúa, tercamente, replicándose cada día en un mundo paralelo al de las complicaciones humanas. El sol, el viento y la lluvia agencian muchos de los procesos naturales que tienen lugar en estas calles. Y de un árbol a otro, una multitud de seres entreteje la red invisible de interacciones de la biodiversidad urbana.