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Un archipiélago bajo asedio

La sociedad debe entender que las áreas protegidas son una salvaguarda fundamental para mantener lo más que se pueda de un patrimonio natural que se erosiona aceleradamente.

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4 de mayo de 2016

Las islas siempre han fascinado a la humanidad y por ello figuran de manera prominente en la literatura y otras formas de representar los espacios que consideramos especiales. Pero entre los muchos atributos llamativos que las distinguen, sobresalen tres: su demarcación física, su singularidad y su fragilidad extrema.

Las islas tienen límites reconocibles y muchas veces absolutos. Esta demarcación se hace obvia desde su definición: “porción de tierra rodeada de agua por todas partes” según reza en cualquier diccionario.

Gracias a esa separación tajante con respecto al área que las circunda, las islas contienen con frecuencia elementos que no se encuentran en ningún otro lugar. Su colonización es un proceso azaroso que hace única la composición de sus comunidades biológicas y la ausencia de contacto permanente con otros espacios similares dificulta la homogenización de sus poblaciones con las de territorios vecinos.

Esta rareza y falta de comunidad con otras áreas, hace que las islas sean muy vulnerables a los impactos negativos de eventos catastróficos. Si alguno de sus elementos únicos resulta dañado, puede perderse para siempre. La recuperación de muchas poblaciones afectadas por uno de estos accidentes puede ser imposible, al no existir un flujo regular de intercambio con espacios vecinos.

La combinación de estos tres atributos, sumada a la definición clásica de los diccionarios, permite identificar otros tipos de islas. Por ser un cuerpo de agua circundado por espacios terrestres un lago es perfectamente insular, como lo es también un reducto de bosque en medio de sabanas o campos cultivados. De acuerdo con la misma lógica, las áreas protegidas son islas en medio de paisajes dominados por actividades antrópicas.

Aunque la demarcación de las áreas protegidas es arbitraria y artificial, pues corresponde a la definición de linderos por decreto, en la práctica puede llegar a ser tan tajante como la de cualquier otro tipo de isla. A su alrededor, las sociedades humanas transforman y manipulan el ambiente a su antojo y crean paisajes cada vez más homogéneos y simplificados que resultan hostiles para gran parte de los seres que ocupan los espacios protegidos.

Al tiempo que esta insularidad progresiva de los parques y reservas naturales se acentúa, también lo hace la singularidad de su composición biológica. Después de todo, su designación se basa, en muchos casos, en el hecho de que contienen algunos elementos de la naturaleza que la sociedad considera valiosos y a medida que transforma su entorno, convierte cada área protegida en una especie de arca de Noé y la encarga de preservar la biodiversidad que ha atropellado a su paso.

La conservación de la riqueza biológica centrada únicamente en áreas protegidas es insuficiente, pues ya sabemos que la tasa de desaparición de especies silvestres es cada vez más acelerada a pesar de la existencia de parques y reservas. Su número actual y su cobertura no alcanzan para refugiar poblaciones viables de todas las especies que quisiéramos conservar. Además, por su naturaleza insular, las áreas protegidas están destinadas a perder parte de su dotación biológica inicial así las dejemos quietas.

Pero como si la irracionalidad del mundo contemporáneo no fuese suficiente, las cosas pueden ser aún peores: además de empobrecer los ecosistemas al usarlos como fuentes inagotables de recursos, centramos ahora nuestra codicia en los tesoros que esconden esos espacios que alguna vez creímos que deberían permanecer intactos.

Solamente en Colombia, durante la primera mitad de este año hemos visto el asedio a cinco áreas protegidas por cuenta de un modelo de desarrollo convencional empeñado en ignorar que cualquier emprendimiento económico depende de una base finita de recursos naturales. El intento de drenaje de una porción de la Reserva Natural Laguna de Sonso, la formulación del proyecto de urbanización en predios de la Reserva van der Hammen, el intento de revocatoria de la declaración de Parque Nacional de Apaporis para la explotación de un título minero, la revocada licencia de exploración petrolera en el área de manejo especial de la Macarena y la propuesta de una nueva autopista sobre el sitio Ramsar de la Ciénaga Grande de Santa Marta, tienen en común el mismo principio. Una filosofía de expoliación justificada en la supuesta oposición entre conservación y desarrollo.

En los tiempos que corren, no podemos permitirnos el lujo de establecer estas oposiciones maniqueas. La sociedad debe entender que las áreas protegidas son una salvaguarda fundamental para mantener lo más que se pueda de un patrimonio natural que se erosiona aceleradamente. Y debe aceptar el reto de pensar en modelos de desarrollo que identifiquen con claridad los sacrificios que es preciso hacer para que sean verdaderamente sostenibles. Lo que en ningún caso debe entenderse como la renuncia al archipiélago de vida que son las áreas protegidas.