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Un vaso medio lleno

Quienes identifican las limitaciones del acuerdo están en lo cierto cuando señalan que, además de no ser vinculante, deja todavía un largo camino por recorrer.

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22 de diciembre de 2015

Cuando aún se escuchan los ecos de las miles de voces empeñadas en las frenéticas discusiones de la COP21, los medios traen el agridulce contrapunto de las reacciones provocadas por el acuerdo firmado en París. Por un lado, transmiten el aplauso y el entusiasmo por los logros alcanzados en esta cumbre y por el otro, las manifestaciones de inconformidad ante la insuficiencia de dicho documento.

Quienes identifican las limitaciones del acuerdo están en lo cierto cuando señalan que, además de no ser vinculante, deja todavía un largo camino por recorrer antes de que podamos respirar tranquilos frente al riesgo que entraña el calentamiento global. Y su preocupación es legítima pues mientras la economía mundial trata de sacarle el quite a las restricciones que imponen los compromisos de París, los eventos climáticos extremos nos recuerdan a diario que las amenazas que se ciernen sobre el futuro siguen su curso acelerado.

El júbilo con el que muchos recibieron el texto final del acuerdo es igualmente razonable, pues este representa avances sustanciales en una lucha de largo aliento en la que muchas batallas que precedieron al encuentro en Le Bourget terminaron en estrepitosas derrotas. Al fin y al cabo, este documento recoge muchos de los puntos que habían sido puestos sobre el tapete por las organizaciones ambientalistas desde la COP de Copenhague.

Pero el enfrentamiento entre el aplauso de unos y el derrotismo de otros oculta lo que quizás es el aspecto verdaderamente histórico del acuerdo alcanzado en esta torre de Babel de las discusiones en torno al cambio climático. El consenso de 195 países en cuanto a la urgencia de actuar con contundencia frente a la mayor amenaza que jamás enfrentó la biosfera, es un hito apenas comparable a las declaraciones de las cumbres de la Tierra de Estocolmo y Río de Janeiro.

Esta afirmación puede parecer exagerada, pues en este momento lo que muchos piensan sobre el acuerdo no vinculante firmado en París es que del dicho al hecho hay mucho trecho y que el documento en cuestión no es más que un papel que se puede llevar el viento. Sin embargo, la comparación surge de la reflexión surgida de contemplar la tensión esperanzada del mundo entero en los días previos a firma del acuerdo: pocas veces en la historia reciente el ciudadano de a pie ha estado tan pendiente de una decisión que pudiera parecer ajena a sus preocupaciones cotidianas.

En 1972, la humanidad aceptó, mal que bien, que todos somos tripulantes de un mismo barco. Veinte años más tarde, en Río de Janeiro, hubo de reconocer que el desarrollo debería pensarse en relación con la capacidad de carga del planeta. Y aunque los dos mensajes aún no se interiorizan por completo y la economía del capital continúa arrasando con la base de recursos naturales, es de alguna forma alentador ver que al credo colectivo se suma el reconocimiento de que los humanos no solamente somos capaces de alterar el clima global sino que además tenemos la potestad de enderezar nuestro rumbo para revertirlo.

Es probable que esta aceptación haya llegado demasiado tarde. Mientras se hacen realidad los compromisos asumidos por los países que firmaron el acuerdo de París, los eventos extremos seguirán causando desastres, los ecosistemas seguirán su trayectoria de cambio irreversible y el clima que hizo posible el florecimiento de la especie humana continuará cambiando para peor. Pero también es posible que la humanidad, gracias al pánico, haya entrado en una etapa en la que sea capaz de exigirse a sí misma un manejo diferente del único hogar que tiene en el universo.

Quizás el vaso de la sostenibilidad planetaria esté finalmente medio lleno.