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El 64,2 por ciento de las familias chocoanas viven en inseguridad alimentaria. | Foto: Archivo SEMANA

NACIÓN

Chocó y su hambre

La región tiene hace décadas dos determinantes: los grupos armados y la minería ilegal. Ambas, en orquesta con la escasa gestión pública, las difíciles condiciones geográficas y la fumigación con glifosato, fueron caldo de cultivo para que estallara la profunda crisis de derechos humanos.

23 de septiembre de 2015

La población chocoana, 80 % negra y 16 % indígena, está muriendo de hambre. La Defensoría del Pueblo denunció a finales del año pasado la muerte de 95 niños indígenas menores de 5 años por enfermedades asociadas a la desnutrición. Gran parte de esta población ha retornado sin un mínimo de garantías después de un desplazamiento forzado. Son personas que vuelven desnutridas a su tierra y con enfermedades que afectan igual a la población receptora, ya expuesta también por la desnutrición. (Vea: Una de cada ocho personas sufre desnutrición crónica)

De cerca de 495.000 habitantes, 352.200 podrían considerarse pobres. La desnutrición crónica de la población alcanza el 18,5 %, según el Plan Departamental de Desarrollo 2012- 2015. La más reciente Encuesta Nacional de la Situación Nutricional en Colombia, Ensin 2010, evidencia que el 64,2 % de las familias chocoanas viven en inseguridad alimentaria, cuando el promedio nacional es de 42,7 %: ¡22 puntos porcentuales por encima de la cifra nacional!

En marzo de este año, la Defensoría del Pueblo volvió a denunciar. Esta vez en una audiencia pública convocada por la Corte Constitucional. El caso: en el municipio de Bagadó murieron 13 niños indígenas entre noviembre de 2014 y enero pasado, por falta de atención y desnutrición.

Una de las determinantes para esta situación es la presencia de grupos armados ilegales. Las Farc ocupan el departamento de norte a sur, literalmente: sus hombres armados están en Juradó, en la frontera con Panamá; en el río Atrato, desde Acandí hasta Quibdó; en el norte, en el alto y medio San Juan, desde Condoto hasta Sipí.

En muchos de esos municipios también hacen presencia el ELN y los grupos armados ilegales que surgieron de la desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia, Los Urabeños. Estos últimos están en Bahía Solano, Nuquí, litoral del San Juan y Medio y Bajo Baudó, así como en los centros urbanos de Quibdó e Itsmina. (Vea: No hay agua pa’ tanta gente: 318 cabeceras municipales sufren de desabastecimiento)

Todos estos grupos tienen dominio sobre el territorio: impiden el relevo generacional, y por lo tanto productivo, al reclutar menores de edad y jóvenes, obligan a la producción de cultivos ilícitos, cobran extorsiones, restringen la movilidad, hacen bloqueos alimentarios, desplazan y confinan a la población civil. En 2013 hubo 66.649 víctimas de desplazamiento o confinamiento, especialmente en zonas como Bahía Solano, Juradó y Nuquí, que conforman un corredor estratégico para el transporte de drogas ilícitas hacia otras zonas. Ese mismo año murieron siete menores por desnutrición en enfermedades asociadas. Sin embargo, líderes indígenas le indicaron a la Defensoría que la cifra superó los 40 niños fallecidos.

Con unas u otras cifras, la crisis humanitaria en Chocó se agrava. Cada mes la Defensoría sigue sacando comunicados que dan cuenta de cómo empeora la situación, específicamente en enfermedades prevenibles que están asociadas a lo que los estudiosos del tema denominan el hambre oculta.

Juan Carlos Morales González, director ejecutivo para Colombia de la organización de derechos humanos Fian, aclara que cuando se habla de hambre prevalece el imaginario del niño esquelético que llega al hospital a punto de morirse. “Esa es el hambre notoria, grosera. Pero la deficiencia de micronutrientes como calcio y vitaminas en una persona que aparentemente no está flaca, también causa desnutrición: una gestante que no consume suficiente yodo tiene riesgos altísimos de abortar o de que su hijo nazca con afectaciones cognitivas. Un niño que no consume vitamina A puede quedar ciego. Esa es el hambre oculta”. (Vea: El hambre en la sombra)

Entre otros problemas generados por el conflicto armado están las fumigaciones con glifosato, que causan serios impactos a los cultivos agrícolas y de pancoger, como lo señaló el año pasado la Corte Constitucional. Esto es especialmente grave en el Chocó, porque ya sus suelos por sí mismos tienen baja fertilidad y por eso la agricultura no puede ser un sector estratégico.

Precisamente, el hecho de que su renglón económico sea casi todo minero, es otro de los riesgos de la región que tiene el 76 % de sus municipios con actividades de extracción de oro y platino, según datos recolectados por la Defensoría del Pueblo. Y aunque solo tres unidades mineras tienen licencia ambiental, el Sistema de Información Minero Colombiano reportó que el departamento produjo el 98 % del platino y el 37 % del oro nacional.

Esto quiere decir que se explota sin cumplir con la legislación ambiental y las repercusiones sobre la capacidad de los pueblos para alimentarse disminuyen por la destrucción de fuentes hídricas y el cauce navegable. (Vea: Los mejores y peores países para ser mamá)

La biodiversidad del Chocó es su lastre. “Cuando el gobierno anterior impulsa la minería y los grupos ilegales empiezan a encontrar en esta actividad una alternativa económica, el territorio se vuelve objetivo de todos y las comunidades que antes se dedicaban a pescar, a hacer cultivos transitorios, a cazar y a recolectar, ahora están rodeadas”, explica el director de Fian.

Aunado a todo este contexto, otra de las razones estructurales de la crisis de derechos Humanos en esta región es el abandono estatal. Durante el actual periodo, el departamento ha cambiado de administración cuatro veces. 




En el informe de la Defensoría se pone sobre la mesa el incumplimiento del gobierno nacional de los compromisos del Plan Interinstitucional de Retorno de Víctimas de 2013, baja cobertura de agua potable y dificultades con el saneamiento básico, además problemas para la atención en salud por no contar con personal que pueda comunicarse con la población indígena en su dialecto.

La Defensoría también subraya que las EPS Comparta y Caprecom no cumplen con sus funciones de aseguramiento y prestación de servicios y que la IPS Santa, que atiende a las comunidades indígenas del Alto Andágueda, no cuenta con la infraestructura, personal idóneo, ni con los requisitos mínimos exigidos para un primer nivel de atención. Finalmente, dice que el nuevo sistema acabó con la figura de ‘promotores de salud’, los cuales son necesarios para el manejo de salud pública y acercamiento a las comunidades indígenas.

Entre las últimas recomendaciones del Comité de Derechos Económicos a Colombia están formular políticas agrarias que den prioridad a la producción de alimentos, poner en práctica programas de protección de la producción alimentaria nacional mediante la concesión de incentivos a los pequeños productores, garantizar la restitución de las tierras de las que fueron desposeídos los pueblos indígenas y afrocolombianos, así como las comunidades de campesinos, adoptar una política nacional del agua para garantizar el acceso.

Ninguna de estas medidas parece estar funcionando para el Chocó. En abril la Defensoría todavía estaba denunciando “problemas de contaminación de agua, deficiencias en la manipulación de alimentos, parasitismo intestinal y desnutrición, entre otros factores” y corroboró que “por lo menos 1.000 personas permanecen bloqueadas como consecuencia de dos operaciones de grupos armados”.

Según Morales, cuando este tipo de violaciones no son sancionadas ni reparadas se siguen repitiendo porque se genera una sensación de impunidad. “Tendríamos que encontrar a la Fiscalía mirando quiénes tienen la responsabilidad penal a la situación de hambre en nuestro país; a la Procuraduría, revisando qué pasó en el ámbito administrativo, y a la Contraloría, con los ojos encima sobre la ejecución de los presupuestos”.

Soluciones en las que coinciden el director de Fian y teorías internacionales como la de Medios de Vida Sostenibles, y que son estructurales y no asistencialistas, tienen que ver con el rescate y el cuidado de la economía familiar campesina, la garantía de la soberanía alimentaria y la protección de los recursos a una comunidad que ha sido victimizada de muchas maneras y que no tiene acceso a la justicia, “que vuelve a zonas en las que no pueden sembrar porque las raíces de la palma lo destruyeron todo o los madereros les tumbaron el bosque, que quieren cultivar peces pero les contaminaron el río… todas estas formas de miseria y olvido terminan socavando la capacidad de actuar de las comunidades”.