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La Cruz Roja realiza diferentes jornadas de capacitación con los 15 resguardos indígenas nasa de la zona rural del municipio.

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Los indígenas caucanos que son ejemplo en la gestión del riesgo

La avalancha que destruyó Páez en 1994 ha sido uno de los desastres más grandes del país. Sin embargo, los nativos crearon su plan de gestión del riesgo, evitaron una catástrofe en 2008 y tienen una red de cooperación con organismos de socorro.

15 de septiembre de 2017

El municipio de Páez en el departamento del Cauca está ubicado en la región de Tierradentro en las faldas del volcán nevado del Huila y ha tenido que aprender a vivir con el peligro. Lo conocen de primera mano desde hace 23 años, cuando el 6 de junio de 1994 a las 3:47 de la tarde una avalancha del río Páez y sus principales afluentes dejó alrededor de 1.100 muertos, 1.600 familias desplazadas, 40.000 hectáreas de tierra destruidas y el 75 por ciento de la infraestructura educativa y de salud afectadas.

El nevado del Huila es, además de una imponente figura en el paisaje montañoso de la región, un recordatorio constante del riesgo para las poblaciones que se han establecido en sus cercanías. Sin embargo, para los indígenas nasa de los 15 resguardos de la zona rural del municipio es también, desde su cosmovisión, “la gran casa donde habitan seres indispensables como el agua y el fuego, que cumplen un papel de entidades reguladoras de la armonía y el equilibrio entre el hombre y la naturaleza”.

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Bajo la mirada de los the’ walas, término nasa yuwe con el que se denomina a los mayores o médicos tradicionales indígenas, eventos como el de 1994 cobran un sentido que trasciende la tragedia. De acuerdo con el profesor de la Universidad Icesi Diego Cagüeñas, quien tuvo un acercamiento con los habitantes de Páez gracias a su trabajo de doctorado sobre los efectos de las avalanchas del río Páez en la región, para estas comunidades lo que sucedió es un llamado de atención.

“Fue una especie de aborto. Así como los caciques nacen de las aguas este era un nacimiento para el cual la comunidad no estaba preparada, algo que los the’ walas no pudieron prever”, explica Cagüeñas. Es decir, lo entienden como una alerta ocasionada por el abandono de la medicina tradicional, la siembra de cultivos no propios de la región y las relaciones complicadas con los actores armados. Todo esto rompió el equilibrio natural.

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Luego del desastre, las poblaciones emprendieron un acercamiento autónomo a la gestión y mitigación del riesgo desde sus creencias y tradiciones, lo cual se puso a prueba en 2007 —año en que se reactivó el volcán nevado del Huila—. El resultado de este ejercicio fue la elaboración de un Plan de Prevención Territorial por parte de los resguardos indígenas con la coordinación de la Asociación de Cabildos Nasa Çxhâçxha.

Los nasa crearon su propio plan de gestión del riesgo. En una reivindicación de su autogobierno, establecieron formas de ver, sentir, escuchar, interpretar y monitorear las señales del territorio y la percepción de los riesgos, a través de elementos que van desde una investigación de campo en la que se adentraron los resguardos para elaborar lo que denominaron como una cartografía social, hasta la espiritualidad y el relato de los sueños, parte importante de su sistema de creencias construido desde la oralidad.

Este trabajo fue destacado en 2009 en un documento del Comité Andino para la Prevención y Atención de Desastres (Caprade), en el que se reunieron iniciativas locales de países de la subregión andina que contribuían a la disminución de las condiciones de riesgo.

El plan considera estrategias de reducción de contingencias como la alerta temprana a través de la observación de bioindicadores: el comportamiento de la fauna silvestre frente a los eventos volcánicos y formas de resiliencia como la siembra de cultivos resistentes a la emisión de cenizas.

Además, reflexionan sobre el manejo adecuado de la ayuda humanitaria para reducir los efectos colaterales adversos que se pueden ocasionar. Por ejemplo, la dependencia, el ocio y el cambio de hábitos alimenticios. Estas situaciones los pueden hacer más vulnerables, según explicó Carlos Javier Briceño, secretario del Consejo Municipal de Gestión del Riesgo, organismo que cuenta con la participación de los representantes de la Asociación de Cabildos.

Trabajo conjunto

A pesar de tratarse de una experiencia que nació desde la comunidad indígena, su desarrollo implicó la relación con especialistas de entidades como Ingeominas (hoy Servicio Geológico Colombiano) y el Observatorio Sismológico del Suroccidente (Osso), autoridades municipales, departamentales y la sociedad civil.

El saber ancestral no estaba tan alejado del saber científico. Según Briceño, los modelos de flujo de lodos ocasionados por el volcán, realizados por las comunidades indígenas, muestran grandes semejanzas con los diagnósticos técnicos y científicos. “Son muy cercanos a los análisis del Servicio Geológico tres años después. Hay unas coincidencias casi calcadas frente a ambos escenarios”, asegura.

Pero esto no es lo único, hace nueve años cuando la actividad del volcán aumentó y una nueva erupción era inminente, los the’ walas dirigían cientos de rituales de armonización energética desde las montañas, mientras la guardia indígena hacía monitoreo y se comunicaba por radio con el sistema de alertas tempranas, lista para dar el aviso de una avalancha cuando fuera necesario.

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Bernardino Achicué, coordinador local de la guardia indígena del resguardo, fue el primero en dar la alarma de avalancha la noche del 20 de noviembre de 2008 desde el resguardo de Tálaga, uno de los más cercanos al nevado.

Achicué estaba conectado a la red de emergencia que se había instalado entre el municipio y la Unidad Nacional de Atención y Prevención de Desastres, con la ayuda del Programa de Preparación ante Desastres de la Unión Europea (Dipecho), para la comunicación de las poblaciones del cañón del Páez. Este aviso se convirtió en el inicio de una cadena de alarmas que salvarían cientos de vidas esa noche.

Así lo recuerda James Yasnó, gobernador del resguardo de Ricaurte y quien era el alcalde de Páez en aquella época. “Nosotros teníamos vigías en el cañón del Símbola y en el cañón del Páez. Inmediatamente explotó el volcán empezaron las narraciones y alertas por la radio”, asegura.

La avalancha de ese año arrastró 600.000 millones de metros cúbicos de lodo, 200.000 más que la de 1994. La gran diferencia es que el recuento de víctimas mortales fue solo de diez. Para Jorge Eliécer Quintero, presidente de la Unidad Municipal de la Cruz Roja en Páez, la diferencia la marcó la capacitación de los organismos de socorro, la comunidad indígena y la población civil.

“Antes no estábamos preparados. No había encuentros interinstitucionales. El trabajo en equipo de la Alcaldía, las Iglesias, los organismos de socorro, los resguardos indígenas, la red sismológica nacional y departamental funcionó mucho mejor. La gente estaba capacitada, teníamos las rutas de evacuación adecuadas y teníamos los albergues temporales”. Hoy la sincronización del sistema de alerta indígena en Páez es un ejemplo a nivel nacional. “La gente ya sabe qué hacer”, concluye Quintero.