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50 por ciento de la población en Colombia son mujeres. | Foto: AP

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Mujer, territorio en disputa

Resolver las tensiones a las que se ven sometidas exige esfuerzos considerables.

1 de junio de 2015

Las mujeres están en conflicto gran parte del tiempo: viven con un pie en en el mundo laboral y otro en la sociedad patriarcal, que las ubica en el mundo femenino de las responsabilidades del hogar, la belleza y la crianza. La experiencia de ser mujer resulta, para la gran mayoría, una permanente tensión entre polos opuestos.

Cuerpo: sujeto u objeto

La mujer vive su cuerpo de manera particular: la comparación con el del hombre las caracteriza como físicamente más débiles, potencialmente por los mismos factores que constituyen su mayor fuerza; es decir, la concepción y la gestación. Son más longevas y tienen mayor capacidad para aguantar el dolor.

La definición de una mujer exitosa pasa por su cuerpo. Para serlo es necesario ser atractiva bajo estándares convencionales y exigentes: delgadas pero voluptuosas y, sobre todo, esmeradamente arregladas. Gastan una buena parte de su tiempo y dinero ocupándose de su físico. Las enfermedades alimenticias y las cirugías estéticas, ambas desproporcionadamente femeninas, son los indicadores más crudos de la presión que sienten por verse bien.


La lucha por ser objeto de deseo, aunque socialmente aceptada, también tiene una frontera desesperantemente difícil de ubicar: hay que ser deseada pero no demasiado. Según el Estudio de Tolerancia Social e Institucional frente a las Violencias hacia las Mujeres, publicado a principios de marzo de 2015, 37 por ciento de los colombianos considera que “las mujeres que se visten de manera provocativa se exponen a que las violen”.

Igual de peligroso puede resultar para una mujer ejercer su sexualidad. Confesar apetitos sexuales resulta atrevido, pero satisfacerlos puede tener terribles consecuencias. El carácter y la condición moral de una mujer se pueden llegar a medir únicamente por la forma en la que ejerce su sexualidad. En el peor de los casos, tras ser víctima de una violación o abuso, una vida sexual activa puede convertirlas en culpables de su propia violación. Independientemente de los valores morales o éticos detrás de la sanción social al apetito sexual femenino, lo cierto es que, a diferencia de las mujeres, los hombres sí tienen derecho a desear.

Las mujeres líderes son objeto de críticas a su físico a las que sencillamente no son objeto los hombres. En el cubrimiento de los medios de comunicación sobre los liderazgos femeninos, con frecuencia aparecen cuestionamientos sobre sus escogencias de vestimenta o pareja, temas que nunca aparecen en las discusiones con hombres. En el caso de Clara López, por ejemplo, es un comentario común que su esposo podría influenciar su gobierno de manera desmedida. Pocas veces se manifiestan dudas similares sobre la posibilidad de que la esposa de un político ejerza influencia desmedida sobre su marido.

Otro ejemplo es el de Hillary Clinton, quien ha hablado repetidamente de la atención desmedida sobre su apariencia como una manifestación de la ignorancia de los medios, sobre todo, de los temas críticos que ella promueve. En el caso colombiano hay 1.000 ejemplos. En un reciente artículo la revista SEMANA se estableció que la apariencia “de mujer sencilla y (…) la vestimenta desaliñada” de María Pilar Hurtado “no la hacían ver como la jefa de la seguridad de un país convulsionado”. ¿Se haría el mismo cuestionamiento si un hombre protagonista del escándalo de las chuzadas llegara al país a las tres de la mañana en sudadera y sin un peinado elaborado?


Víctimas al cubo

En el conflicto colombiano la victimización de las mujeres ha sido repetida: a la violencia armada se suman la violencia sexual, doméstica y el desplazamiento. Las mujeres en la guerra han sido combatientes y sobrevivientes. Han reconstruido y pacificado y –en medio de la devastación y el desplazamiento– la mayoría de ellas han hecho hasta lo imposible por criar nuevas generaciones deseosas de paz.

Cerca y lejos del conflicto armado, las mujeres son objeto de violencia de manera constante. Lo paradójico es que la violencia contra las mujeres no parece estar decreciendo con sus logros de autonomía: su tasa de ocupación es de casi 50 por ciento, pero cada 13 minutos una mujer es atacada físicamente por su pareja. Lo que esto muestra es una realidad innegable; casi todas trabajan a la par, sino es que más, que sus parejas. Aun así les pegan.

Más allá de la violencia física, según cifras del PNUD, 72 por ciento de las mujeres sufre algún tipo de control de su esposo o compañero. No en vano, según el estudio de Tolerancia frente a las Violencias contra la Mujer, el 18 por ciento de los colombianos considera que “los hombres de verdad son capaces de controlar a sus mujeres” y 26 por ciento cree que “es normal que los hombres no dejen salir sola a su pareja”.

Cuidar (no) es trabajar

Las mujeres producen más de la mitad que les correspondería en la economía: cada vez tienen un rol más protagónico en la economía formal, sin haber dejado a un lado su responsabilidad, casi total, sobre el cuidado del hogar, los niños y los ancianos. Las cifras de Medicina legal y el Dane muestran que 7 horas y 23 minutos de la semana de las colombianas están dedicadas al trabajo no remunerado en oficios, como el cuidado de los hijos y del hogar.

Las desigualdades en el mercado laboral, aún sin resolver, se explican en parte en los estereotipos que orientan las decisiones laborales de las mujeres, que a su vez guían las decisiones de remuneración y reconocimiento de quienes las contratan, revelando las barreras intrínsecas –muchas veces invisibles– que condicionan a las mujeres. (Vea: Una ley para empoderar a las madres lactantes de Colombia)

La principal de las barreras es la dimensión reproductiva. Las cargas desproporcionadas de trabajo no remunerado para las mujeres son impuestas biológicamente, por el embarazo y la lactancia, y socialmente, con el cuidado del hogar y de los hijos. Esto hace que durante un periodo considerable de sus vidas sean menos productivas que aquellos hombres con familia e hijos. En ese sentido, contratar a una mujer en edad reproductiva puede ser percibido como un riesgo para cualquier organización. Aunque sea ilegal discriminar por estos factores, lo cierto es que hasta que no se enfrente la distribución desigual del trabajo, la inequidad laboral será una realidad omnipresente.

Otra barrera digna de discutir es la propensión a pensar que una mujer que negocia en el mundo laboral se perciba como mandona, intensa, desagradable o arrogante. Según autoras desde Sheryl Sandberg, CEO de Facebook, hasta Linda Babcock, exigir, demandar u ordenar, cualidades percibidas como positivas en los hombres, son calificadas como negativas en las mujeres.

El conflicto laboral difiere en cada estrato, pero no desaparece. Las mujeres que tienen la posibilidad de competir con los hombres en el mundo laboral lo hacen, casi siempre, sobre los hombros de otras que, con menores oportunidades educativas y económicas, cuidan sus hogares. En palabras de la comediante estadounidense Amy Poehler, las madres trabajadoras se ven en la obligación de conseguir “esposas” propias, subcontratando las labores del hogar a empleadas domésticas y niñeras. ¿Y qué pasa con los hijos de esas mujeres? Los crían familiares o instituciones, una suerte de tercerización, a otras mujeres que frecuentemente tienen opciones educativas y económicas aún menores.

Los hombres y las mujeres parecen no poder ser completamente equitativos en lo relacionado con los hijos. Puede parecer injusto que en familias en las que ambos padres tienen trabajos igualmente exigentes y bien pagos, la mujer haga casi el doble del trabajo del hogar. Anne Marie Slaughter lo dice muy claramente: “La idea de que las mujeres pueden tener carreras de mucho poder mientras sus esposos o parejas estén dispuestos a compartir las tareas de la paternidad equitativamente (o desproporcionadamente) asume que la mayoría de las mujeres se van a sentir tan cómodas como los hombres estando lejos de sus hijos, mientras su pareja está en casa con ellos. En mi experiencia, ese simplemente no es el caso”.

Independientemente del debate sobre si la definición de lo femenino tiene origen biológico o social, lo importante sería que esta mitad de la humanidad contara con la autonomía y agencia para definir cómo ejercer la feminidad. No hay ni debe haber una sola forma de ser mujer, como tampoco la hay de ser hombre.