| Foto: Javier Tobar

MEDIOAMBIENTE

La lenta agonía de la Ciénaga Grande de Santa Marta

La ganadería, la agricultura y las obras de infraestructura tienen acorralado a uno de los complejos de humedales más importante de Colombia.

17 de febrero de 2018

Tiene cara de cantante vallenato o profesor de danza, pero no de alguien que vive entre el agua y es experto conocedor del humedal más emblemático del país y sus secretos. A sus 57 años, Ahmed Gutiérrez ha pasado gran parte de su vida recorriendo pantanos, ríos, caños, manglares y bosques de la Ciénaga Grande de Santa Marta.

Por supuesto, Ahmed sabe quién es cada uno de los casi 500 habitantes de los tres pueblos palafíticos que se erigen como un puñado de pequeñas islas de madera en medio del inmenso espejo de agua que conforma el complejo de Pajarales.

En su lancha blanca ha escudriñado cada uno de los rincones de la ciénaga, ya sea por su trabajo como funcionario de Parques Nacionales, o navegándola con turistas impresionados por esa generosa manifestación de la naturaleza. A todos ellos les nombra los principales sitios y animales, pero también les advierte que esa riqueza que alegra la vista podría sucumbir ante las heridas que le infligen empresarios, el gobierno y ellos mismos, tanto para dominarla como para aprovecharla.

La ciénaga grande de Santa Marta es un complejo de humedales costeros de cerca de 5.000 kilómetros cuadrados. Su importancia ecológica ha sido reconocida mediante la declaratoria de dos Parques Nacionales en su interior, la designación como sitio Ramsar (una categoría de protección internacional) y como reserva del hombre y la biósfera por la Unesco. Pero todos estos títulos no han evitado que hoy esté a punto de naufragar por cuenta de la ganadería, la agricultura y las obras de infraestructura

Según Ahmed, la debacle comenzó hacia 1955, cuando se construyó la vía entre el municipio de Ciénaga y Barranquilla bordeando la estrecha franja de tierra que separa el humedal del océano Atlántico. “Esa carretera se hizo mal porque taponó la entrada de agua salada. Desde ahí empezó a decaer la ciénaga, y la muerte de los manglares y peces que nacen en ellos”.

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Según la ecóloga Sandra Vilardy, quien por años ha estudiado ese ecosistema desde la Universidad del Magdalena, los cálculos del Instituto de Investigaciones Marinas (Invemar) indican que entre 1956 y 1990 la ciénaga pasó de tener 50.000 hectáreas de bosques de manglar a menos de 30.000. Ahmed recuerda muy bien la magnitud de la situación porque sus ojos vieron “la mortandad de peces más grande de la historia”. Esa primera alerta llevó a que el gobierno de la época pusiera su atención en la ciénaga e iniciara las gestiones para protegerla mediante las figuras hoy ostenta.

Sin embargo, al interior de ella se comenzaba a profundizar la crisis. Más que del agua salada, la vida de la ciénaga depende del alimento que recibe de los ríos que bajan de la Sierra Nevada de Santa Marta y de los caños que transportan el que provee el río Magdalena. Esta delicada interrelación se descompuso a instancias del acaparamiento de tierras y la desviación y la captación de los caudales para regar pastos y cultivos de palma, arroz y banano.

Mientras navega lentamente por el complejo de Pajarales, Ahmed señala el punto exacto en el que en septiembre de 2016 vio flotar nuevamente varias toneladas de pescados muertos en la superficie de la ciénaga. Luego añade que en ese año se perdieron 2.700 hectáreas de manglar. Y para comprobarlo, dirige su índice hacia los límites del agua, donde parches de bosque de color café, que contrastan con el verde característico, le sirven aún de testigo de su testimonio.

Aún si no contara con ese apoyo, archivos de medios de comunicación de esa época lo ratificarían, pues documentan que la catástrofe ambiental llevó a que el Ministerio de Ambiente pidiera la declaratoria de calamidad pública para atender la emergencia y que posteriormente se destrabaran varios kilómetros de diques que se habían construido de forma ilegal, principalmente en el río Aracataca, para robarle el agua a la ciénaga.

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Luego vino por fin un respiro, pero no el alivio definitivo. Si bien no se han vuelto a presentar episodios críticos, y que vistas desde el interior las desembocaduras de los ríos Fundación, Aracataca y Sevilla parecieran tener un caudal normal, Ahmed tiene la certeza de que la ciénaga “se encuentra en estado de coma. Vaya y vea cómo nos está perjudicando la vía de la Prosperidad que están construyendo a lo largo del Magdalena y afectando los caños que alimentan este lugar”.

¿Otra estocada?

A cinco minutos de Barranquilla, donde termina la zona portuaria e industrial, comienza una obra cuyo nombre contradice totalmente la realidad que se percibe. Sobre el papel, la vía de la Prosperidad debería ser una carretera pavimentada que conecta la ciudad con algunos de sus pueblos vecinos, para que éstos puedan sacar sus productos agrícolas y recibir los beneficios que trae participar de uno de los mercados más importantes del país.

En la práctica, es una trocha a medio construir que comienza en un puente estrecho con unas barandas de piedra que parecieran haber resistido a un bombardeo. Luego, un camino polvoriento serpentea en paralelo al flanco derecho del río Magdalena

En ciertas curvas el agua toca el borde de la vía y en ciertos puntos ya es notorio que la está erosionando. Al otro lado, en el paisaje se intercalan grandes superficies de humedales que hacen parte de la Ciénaga Grande de Santa Marta con extensas fincas ganaderas y arroceras.

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La vía de la Prosperidad se interpone como un dique entre el río y la ciénaga más importantes del país. Se trata de una zona muy sensible, pues se comporta como una planicie de inundación que amortigua los desbordamientos en épocas de invierno. Con ese nombre, y teniendo en cuenta que en la valla oficial ubicada al inicio de la obra se informa que la inversión para construir esos 48 kilómetros es de 466.000 millones, existe el derecho a pensar que se trata de una carretera adaptada a la dinámica cambiante del ecosistema.

Pero lo que se observa no permite albergar esa certeza. Tras múltiples tropiezos que han derivado en millonarios pleitos judiciales, la vía de la Prosperidad solo tendrá 18 kilómetros pavimentados entre el corregimiento de Palermo y el municipio de Sitionuevo. Aunque el contrato vence en julio, hasta el momento hay apenas 4 kilómetros terminados y el resto son terraplenes de tres metros de altura coronados por una capa de arena y piedra sobre la que circulan desde mototaxis hasta buses intermunicipales.

En ciertos tramos la elevación aumenta y la carretera es soportada por una especie de puentes de hormigón que en su parte inferior tienen orificios transversales. En ingeniería, estos módulos se conocen como box culverts y cumplen la misión fundamental de permitir la circulación del agua a través de ellos. Sin embargo, en la mayoría de los que ya están instalados en la vía no conectan ningún caudal y más bien se han convertido en depósitos de la basura que generan las poblaciones aledañas y quienes transitan por ella.

Las sospechas sobre la obra son tan evidentes que en septiembre del año pasado, la Procuraduría Delegada para la Contratación Estatal abrió investigación disciplinaria contra el anterior gobernador del departamento del Magdalena, Luis Miguel Cotes, y la actual, Rosa Cotes, por presuntas irregularidades en la implementación y ejecución del proyecto. La entidad está investigando la desactualización de los estudios y diseños de la obra, también los sobrecostos en el transporte de los materiales para la construcción de los terraplenes.

Pero los interrogantes ambientales de la vía son de vieja data. Desde el comienzo del proyecto en 2013 la Contraloría emitió una Función de Advertencia a los Ministerios de Ambiente y Transporte, la Agencia Nacional de Licencias Ambientales y Cormagdalena por las afectaciones irreversibles que causaría una obra de esa magnitud sin los estudios adecuados

“De construirse la vía-dique esta se puede comportar como una barrera artificial en la margen derecha del río, modificándose de esta manera el ingreso de flujos de agua y el nivel del Magdalena en época de crecientes, lo cual podría llevar a que las aguas inundaran zonas que antes no presentaban esta situación y que, por lo tanto, no están protegidas de forma correspondiente para tales eventos”, afirmaba el documento.

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Fabio Manjarrés, director de proyectos de la Gobernación del Magdalena, admite que los estudios iniciales que hizo el Invías antes de contratar la obra fueron defectuosos, pero dice que durante su gestión se han corregido y que el proyecto no genera ningún riesgo para el ecosistema ni para las comunidades aledañas. “Nosotros exigimos que se duplicaran la cantidad de box culverts que se tenían contemplados en los diseños iniciales para asegurarnos de que no se convierta en una amenaza ambiental”, afirma.

Para Ahmed, entre tanto, esa ya es una promesa incumplida. Dirigiendo su lancha por el caño aguas negras, unos 200 metros antes de salir al río Magdalena, aprovecha para señalar las compuertas que tuvieron que abrir a la fuerza en agosto del año pasado, cuando una nueva amenaza de mortandad se acercaba. “Nos tocó tomar cartas en el asunto porque no podemos permitir que este lugar se nos muera. El día que deje de llegar agua dulce desaparece la ciénaga y nosotros con ella”.