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Los sabores del paisaje

La exploración de la relación entre la comida y el territorio es quizás una forma de acercarnos a la comprensión de su significado ambiental. Pues, así como lo que comemos representa un paisaje lleno de lugares que encarnan nuestra historia y nuestros sueños colectivos, también es un relato de lo que transformamos, perdimos y ganamos en la construcción de ese pedazo de planeta al que llamamos patria.

Natalia Borrero
27 de febrero de 2019

La sensación de ser parte de la aldea global que alguna vez predijo Marshall McLuhan, es cada día más generalizada. Lo cotidiano pierde su carácter íntimo al ponerse en evidencia a través de las redes sociales y los patrones de consumo homogenizan pueblos y países. Los rasgos que definen la pertenencia a un territorio se desdibujan poco a poco, y al fin uno acaba por creer que no es de ninguna parte.

Felizmente, las raíces se resisten tercamente y el sentimiento telúrico todavía se despierta con cosas tan simples como contemplar una imagen de la tierra natal, escuchar el acento de un paisano, recordar anécdotas de la infancia, o saborear un plato típico, que recoge en su hechura todos los elementos anteriores. La comida de la tierra nos conecta con ella de una manera profunda.

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Las cocinas locales han privilegiado los ingredientes de más fácil acceso en cada territorio, lo que a simple vista sugiere un cierto determinismo geográfico de los gustos gastronómicos regionales. Sin embargo, el apego de cada sociedad por el menú de la casa y por los ambientes rurales en donde se produce su pan de cada día, es una historia mucho más rica y compleja.

Tanto los platos terrígenos, como los sistemas que producen sus ingredientes y los paisajes en donde esa producción tiene lugar, son el resultado de complejas interacciones entre la gente y el ambiente. Cada pueblo es el producto de migraciones y mestizajes de variadas procedencias, a lo largo de los cuales ha tenido lugar la selección, el transporte, la aclimatación y el cuidado de plantas y animales que esa sociedad emplea en su dieta.

Como una de las expresiones más tempranas de la apropiación social del territorio, estas traslocaciones reconfiguran su flora y su fauna. Para acomodar a los animales y las plantas inmigrantes en el nuevo hábitat, es preciso que algunos de sus habitantes originales desaparezcan y que otros vean modificadas sus condiciones de vida. Poco a poco se establecen nuevas asociaciones y antagonismos y, eventualmente, la composición de la comunidad biótica local se estabiliza de una manera diferente, al menos por un tiempo.

De esta forma, las cocinas “autóctonas” emplean ingredientes de múltiples orígenes que acaban por invisibilizarse con el paso de las generaciones. Así la bandeja paisa, arquetípico ejemplo de la gastronomía del paisaje cultural cafetero de Colombia, oculta en su exageración lo cosmopolita de sus ancestros. Exceptuando los frisoles y el aguacate, originarios de Suramérica, en ella participan Europa con el chicharrón de cerdo y la carne de res, el sureste asiático con el arroz y el huevo y África occidental con las tajadas de plátano maduro.

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Al mismo tiempo, la preferencia por una gastronomía local hace que los sistemas de producción condicionen la estructura, las funciones ecológicas y la fisonomía misma del paisaje en el cual se desarrollan. Además del verde oscuro de los cafetales – venidos del oriente de África ecuatorial – el paisaje cafetero se caracterizó por el abigarrado conjunto de los pequeños predios, en donde la seguridad alimentaria dio siempre cabida a los huertos   familiares, el corral de las gallinas y el marrano. Y entremezclados con ellos, los remanentes de bosque sub andino y los guaduales, a manera de referentes de lo que alguna vez fue el territorio que acogió a los primeros colonos.

Los sabores entrañables son más propios de un paisaje que del mismo plato que nos lo evoca y, a través de ellos, es posible reconstruir la génesis del sentido de lugar de sus ocupantes. Ese sentimiento nace del diálogo de la sociedad con el espacio en el que se desenvuelve y se expresa en una representación socio-ecológica singular y reconocible en las maneras de apropiación social de los atributos biofísicos del entorno.  

La exploración de la relación entre la comida y el territorio es quizás una forma de acercarnos a la comprensión de su significado ambiental. Pues, así como lo que comemos representa un paisaje lleno de lugares que encarnan nuestra historia y nuestros sueños colectivos, también es un relato de lo que transformamos, perdimos y ganamos en la construcción de ese pedazo de planeta al que llamamos patria.